Las víctimas, el perdón y la justicia
Las víctimas de sucesos violentos son incómodas para la gente porque recuerdan la fragilidad de la persona y exponen en toda su crudeza los límites de la crueldad humana. Pero la sociedad tiene la obligación de ser solidaria con las víctimas porque un Estado de Derecho es una sociedad de riesgos, en donde prima la libertad sobre la seguridad. Una sociedad más libre ofrece, sin duda, muchas más posibilidades, pero también está expuesta a más riesgos. Por ello, la sociedad tiene la obligación de asumir una solidaridad activa con las víctimas, que son inocentes de las tropelías cometidas con ellas. No es sólo, por tanto, una cuestión de caridad, sino de justicia.
A su vez, las víctimas deben aspirar a dejar de serlo sin perpetuarse como tales. El componente objetivo de una víctima (el daño sufrido o la pérdida experimentada) no tiene vuelta atrás, pero el componente subjetivo (es decir, el malestar emocional) puede y debe desaparecer con un tratamiento psicológico adecuado (en los casos necesarios), con el apoyo familiar y con el respaldo social. En este sentido la responsabilidad de la sociedad es contribuir con las medidas adecuadas a paliar el dolor de las víctimas. Éstas, por su parte, no deben instalarse en el victimismo, porque éste dificulta su recuperación psicológica y constituye una traba para implicarse en un proyecto de vida enriquecedor.
Las víctimas tienen un derecho a la reintegración a la vida cotidiana, como los delincuentes lo tienen a la reinserción. A las víctimas se les debe reparar lo reparable y reconocer lo irreparable. El primer requisito para defender su dignidad es el recuerdo. La memoria de las víctimas ha de convertirse en exigencia permanente de deslegitimación de la violencia. No se puede en ningún caso relegar al olvido lo ocurrido. Un segundo requisito es la aplicación de la justicia. Todos los delincuentes tienen que rendir cuentas ante los tribunales y cumplir una condena proporcional al delito cometido. Es una cuestión de justicia asumir la responsabilidad de los propios actos. Otra cosa es que se pueda cumplir la condena con la flexibilidad que permite la ley. Y, por último, tiene que haber un reconocimiento expreso del daño causado por parte de los terroristas, con una fórmula que resulte veraz, así como una reparación moral y un resarcimiento económico a las víctimas, excepto en los casos de insolvencia manifiesta. Es decir, la reinserción debe ser un proceso activo e individual que denote una actitud positiva por parte del delincuente y que no sea meramente el resultado de un indulto generalizado. Asimismo no se puede autorizar la exaltación pública de los terroristas ni permitir las afrentas a las víctimas.
En otras palabras, sin justicia no hay una paz verdadera. En caso contrario sería sumar el escarnio a la injusticia. Es decir, con las víctimas no hay que hablar de sentimientos, sino de justicia. No se trata de elaborar un mapa del dolor, sino de reparar el daño personal y político causado (negarles su condición de ciudadanos de pleno derecho). Estos requisitos deben asumirlos los poderes públicos, no las víctimas, para dejar que éstas puedan dedicar sus energías a reconstruir sus vidas.
Respecto al perdón, no puede ni debe ser obligatorio que el verdugo lo solicite, ni que la víctima lo conceda. El perdón afecta a la esfera personal. El perdón es individual y se trata de un don gratuito del ofendido al ofensor cuando éste lo solicita. Por tanto, como señala Ricoeur, nunca se debe; sólo se puede demandar, pudiendo ser rechazado con toda legitimidad. Por ello, ningún perdón verdadero puede ser el resultado de una decisión colectiva (Gobierno, Parlamento, etcétera). Al Gobierno sólo le corresponde la justicia; no el perdón, que sólo atañe a las víctimas. A su vez, al agresor hay que exigirle, más allá de las muestras de arrepentimiento, que constituyen un componente subjetivo, el reconocimiento del mal causado y las obligaciones objetivas que ello puede llevar aparejadas (resarcimiento económico, alejamiento de las víctimas, etcétera).
No cabe duda de que el perdón puede ser beneficioso para el equilibrio emocional de la víctima y de que puede servir para librarse del dolor. Pero el perdón en ningún caso es olvido, pues para perdonar es ineludible la memoria del agravio. Por el contrario, el odio enquistado al agresor (el rencor) absorbe la atención, encadena al pasado, impide la cicatrización de las heridas emocionales y, en último término, dificulta la alegría de vivir.
Una última reflexión. Las víctimas pueden estar acertadas o equivocadas en sus apreciaciones políticas, como cualquier otro ciudadano. Ser víctima no aporta un plus de valor a los análisis políticos. El Gobierno tiene el derecho y la obligación de buscar vías para la paz. De hecho, que no haya nuevas víctimas es algo que contribuye a la mejoría psicológica de las ahora existentes. Sin embargo, las víctimas son las portadoras de nuestra memoria, y no habrá paz que pueda construirse sin ellas o a pesar de ellas. Sería un error atribuir a los deseos de venganza la exigencia de justicia. Las víctimas tienen una obligación moral de dar testimonio de lo que ocurrió para que no vuelva a suceder. No hay mañana sin ayer. Por eso, hay que avanzar en curar las heridas del pasado a través de más justicia, más verdad y más reparación.
Enrique Echeburúa es catedrático de Psicología Clínica y presidente de la Sociedad Vasca de Victimología.
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