Convivencia en los estantes
El querido, respetado y a menudo magistral Vargas Llosa, impelido a pronunciarse sobre el ajuste de cuentas que estos días se viene realizando sobre la figura no menos querida, respetada ni magistral de Günter Grass, intenta en su artículo del pasado domingo 27 desindividualizar la polémica que rodea al escritor alemán afirmando que el ensañamiento "no es con él" sino con la "idea del escritor que él ha tratado de encarnar, con desesperación, a lo largo de toda su vida".
El escritor como estímulo de conciencias, como fabricante de algo más grande y moral, más luminoso que el sombreado resultado de su propio acaecer como individuo es, según Vargas Llosa -y esto, presumo y espero, irónicamente- "otra ficción con la que nos hemos estado embelesando mucho tiempo" pero que "ya se acabó". Según Vargas Llosa, Grass es "el último de una estirpe", una rama más de un árbol literalógico de cuyas ramas el escritor latinoamericano hace pender también a Víctor Hugo, Thomas Mann, Albert Camus y Jean-Paul Sartre. Hasta aquí, de acuerdo.
Lo irritante es que el articulista achaque, de refilón, la muerte de esta función como escritor a las nuevas generaciones de "jóvenes intelectuales" que, según él, encuentran "pretenciosa y ridícula" la idea de que un escritor pueda asumir el rol de "conciencia moral de una sociedad". Estas nuevas voces no son responsables de la decadencia del escritor-faro, pues llegaron ya bien entrada la descomposición narrativa de las últimas décadas del siglo pasado y a menudo no hallan siquiera un espacio lo suficientemente público en el que hacerse escuchar. Muy pocos nos atreveríamos a hacer de parte, menos aún de jueces, en la causa del escritor alemán, pero no por apatía, sino por empatía. Acaso no seamos "más modestos ni más realistas", pero sí más conscientes de nuestro propio talento para la caída.
Lo sagrado, lo mágico, lo bello, lo cruel, lo verdadero, se halla, para muchos de nosotros, en las "imprescindibles" ficciones de quienes se atreven a pulir sus conflictos íntimos con la varita literaria y regalarlos a sus lectores. Muchos jóvenes buscamos en nuestros propios panteones a Primo Levi, Elie Wiesel o André Schwartz-Bart, y no lo hacemos por entretenimiento o por afán de escapismo (¿quién querría huir hacia sus infiernos?), ni nos sonrojamos de verles compartir estantería con Ezra Pound o Knut Hamsun. En los corazones de los jóvenes, intelectuales o no, hay sitio, como en nuestras bibliotecas, para muchas paradojas.
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