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Tribuna:
Tribuna
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Valores individuales y comunitarios

Este artículo no pretende reavivar las viejas discusiones entre individualistas y comunitaristas. Me parece que sólo serviría para convencer a los ya convencidos, y molestar a los que piensan de otra manera.

"Entonces", me dice el lector, "¿para qué escribes, si sabes que, digas lo que digas, no va a ser útil?". Bueno, sí que puede ser útil. Pero de esto hablaré al final.

Este artículo tiene su origen en la lectura, hace unos días, de un artículo en la edición europea del Wall Street Journal del 28 de julio pasado, en el que un escritor holandés, de claro posicionamiento individualista, reflexionaba sobre la creación de un partido político pedófilo en Holanda. ¿Estamos, se preguntaba, tolerando lo intolerable? Lo que le preocupaba era, sobre todo, que los promotores de ese partido "utilizan el lenguaje de la elección moral individual, en la mejor tradición del liberalismo holandés de los años setenta, retorciendo su significado real (...). Seguramente -decía- algo debe de estar mal en nuestras apreciadas creencias, si pueden ser pervertidas tan fácilmente".

La tensión entre valores individuales y sociales hay que valorarla por las consecuencias

Y concluía: "Los holandeses hemos empezado a darnos cuenta de que, al poner énfasis en los derechos individuales, [los promotores de ese partido] se han olvidado de su sentido de comunidad. ¿Cómo afectan a la sociedad las elecciones personales?".

Me parece que los derechos individuales han quedado muy reforzados, sobre todo desde la desaparición de las sociedades comunistas. Y esto es, sin duda, un avance. Pero los asuntos de los hombres se mueven, a menudo, como un péndulo: hoy valoramos, sobre todo, los derechos individuales; quizá los forzamos un poco, olvidando la dimensión comunitaria de la vida, y algunos se pasan, provocando los abusos que denunciaba el escritor holandés. Y, al final, las anomalías se acumulan, se levanta un clamor en contra... y el péndulo de la sociedad se mueve en sentido contrario.

"No te pases", me dice el lector: "Una cosa es que algunos cometan errores y otra es que hayamos de volver a una sociedad en que la libertad y los valores individuales sean pisoteados... ¿Te parece que nos vamos a dejar que nos arrastren de nuevo a las cavernas?". Bueno, los movimientos sociales son bastante complicados. Basta leer una historia de la civilización en los últimos 500 años, para darnos cuenta de que esas oscilaciones existen; que los errores se multiplican, y que nuestro punto de referencia no suele ser un ponderado equilibrio entre posiciones extremas, sino, probablemente, nuestra posición de hace unos días. Si nuestra sociedad ha avanzado demasiado hacia el individualismo, nosotros no nos damos cuenta; lo tomamos como un dato, y seguimos avanzando, probablemente en la misma dirección, multiplicando los errores.

Déjenme poner un ejemplo. La sociedad occidental del siglo XXI ha construido la figura del matrimonio sobre la base de un contrato voluntario, privado, en el que lo que predomina es la voluntad de las partes. Hasta aquí, todo es correcto. La dimensión social -el bien de los hijos, en este caso-, queda debilitada: no por mala voluntad, sino porque hemos construido nuestros matrimonios sobre la base de que lo (casi único) relevante es la voluntad de la pareja; eso es lo (casi único) que vemos, y nadie nos ha contado todavía el problema que estamos creando en nuestros hijos, por la vía de la inestabilidad de la institución familiar.

Bueno, el problema lo vemos, pero, dado el punto de partida -el matrimonio es un contrato privado entre marido y mujer, y (casi) nada más que eso-, no podemos acabar de entenderlo, ni de encontrarle soluciones. Porque un diagnóstico correcto del problema exige poner en duda la hipótesis de partida -el matrimonio es sólo un contrato privado, sometido sólo a la voluntad de las partes-, y, por supuesto, la solución correcta del problema no es posible sin una revisión de esa hipótesis de partida.

Moraleja: tomémonos en serio el consejo del escritor holandés, e iniciemos un diálogo sereno sobre nuestros valores individuales y sociales. Y me parece que la mejor manera de empezar ese diálogo es, precisamente, por donde transcurre el ejemplo del matrimonio que he puesto antes: por las consecuencias. Si los valores, individuales o comunitarios, que defendemos ahora pueden tener consecuencias desagradables, hagamos un listado de esas consecuencias, y veamos luego cómo se relacionan con nuestros valores, por si estos necesitan algún cambio.

Pero no nos hagamos ilusiones: ese diálogo es muy difícil. "Para los holandeses", comentaba el autor citado, "que en el pasado se resistieron furiosamente a la moralidad impuesta por la iglesia o el estado (...), las inquietudes [creadas por la crisis de sus valores individuales] pueden ser aplastantes. Después de la rápida modernización de nuestra sociedad, no tenemos muchos recursos de los que echar mano".

Antonio Argandoña es profesor del IESE.

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