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Columna
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El contubernio

Un amigo y contertulio suele expresar conceptos casi filosóficos en la barra del bar, que es la reliquia paródica que nos queda del jardín de Akademos, aliviado con los zumos de la vid y la destilación de los alcoholes. La otra mañana nos propinó una lección magistral acerca de su punto de vista, que engloba el mundo en que vivimos.

"Nunca como ahora", comenzó, "se ha hablado de la igualdad entre los seres humanos y creo que tan plausible sentimiento se hace en beneficio sólo de una expresión genérica. Pedimos, reclamamos, exigimos la fraternidad con personas diferentes a nosotros, cuando no objetivamente distintas en costumbres creencias y dieta alimenticia. Las calles de Madrid se están oscureciendo con la llegada por aire, mar y tierra, de congéneres de otros continentes que han visto aquí la meta de sus aspiraciones. Aquí, cuando hace un par o tres generaciones las gentes abandonaban los pueblos y las ciudades desahuciados por la necesidad. Justo es observar que quienes ahora nos visitan, a la vista de los reportajes televisivos, disfrutan de excelente salud y envidiable estado físico. Por motivos que no tienen que avergonzarnos, ni tampoco engreírnos, suponemos que la raza blanca y la cultura occidental son mejores que las demás, leve cosa si no nos empeñáramos en que acepten nuestros hábitos y comulguen con nuestras ideologías, incluso si, en lo religioso, blasonamos de ateísmo".

"Ciertamente", prosiguió sin reparar en los indicios de impaciencia por parte de los demás bebedores, "hay cosas comunes a todos los seres humanos, incluso parecen haber llegado al club los orangutanes. Por ejemplo, un reloj Rolex de oro en la muñeca complace de parecida forma a un beduino que a un indio chichimeca salvadoreño, pero fuera de estas generalidades, precisamente la afortunada variedad en éstas y otras pequeñeces, hacen más entretenida la existencia en este planeta. Empeñarse en que, por imperativos exógenos, las mujeres deban avergonzarse del burka y enorgullecerse del tanga no hace más que radicalizar las disparidades y fomentar los conflictos. Las predilecciones a la hora del aperitivo, entre un dry martini y un lingotazo de leche de camella, son ridículas si unos y otros se empeñan en que su deleite es de mejor calidad".

Tomó un buen trago sin percibir que un par de contertulios había pagado discretamente la consumición y abandonaba con sigilo el local. Pero el hombre estaba en vena.

"Sois mis amigos y conocéis mi carácter, escasamente dogmático", mintió, pues aquélla era su característica más empecinada, "y sostengo que no tenemos derecho a sospechar que nuestra forma de comportarnos habitualmente merezca imponerse a nadie. Comenzando por el significativo y profundo cambio que han padecido nuestros hábitos más arraigados. En lo religioso, ni siquiera somos ateos, lo que significaría una postura entusiasta y militante. Muchos de los que nos visitan disponen como norte y piedra angular la fe religiosa, expresada sobre una alfombrita, orientados hacia la Meca, cuya situación ignoramos. Nuestro comportamiento en los suntuosos templos que levantaron nuestros antepasados, apenas se reduce a echar una distraída ojeada a los arbotantes o los vitrales, cada vez que nuestra edad nos obliga a ir al funeral de cualquiera de nosotros. No hace 50 años que las mujeres entraban veladas en las iglesias, con las mangas hasta el puño; ahora, las únicas que no van semidesnudas, salvo la del asaeteado San Sebastián, son las imágenes".

"Bueno, ¿y qué? ¿Dónde quieres ir a parar?", intervino uno, impaciente por expresar su opinión sobre los últimos fichajes de Fabio Capello en el Real Madrid.

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"Más o menos", repuso con estólida determinación el improvisado orador, "a que estamos confundiendo conceptos y tergiversando las palabras, es decir, que nos equivocamos de medio a medio. Habría que terminar con la utopía de la igualdad y la fraternidad y sustituirla por la fórmula de aceptar las divergencias de los pueblos y los individuos, inventando un marco de respeto hacia los hábitos locales y de comprensión hacia las extravagancias ajenas. ¡Hombre, como jugamos en casa, lo menos que cabe esperar es que nos dejen lucir nuestra camiseta habitual!". Uno de los habituales dijo en un susurro: "Debe ser cosa del contubernio ése".

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