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El sueño de Alioune

La ilusión de decenas de miles de africanos por huir de la miseria les lleva a arriesgarlo todo y embarcarse en cayucos para alcanzar Canarias, el mundo desarrollado. Pero es un sueño con trampa. Y muchos muertos. Ésta es la historia de Alioune, senegalés de 31 años; de su familia, su barrio en un suburbio y su obsesión

Nada más llegar al centro de acogida de Cruz Roja de Madrid, el joven Alioune Diaw telefoneó a su familia, en Senegal. Le respondió su hermana mayor, Fatou:

-Alioune, ¿tienes algún problema?

-No. ¡Ya estoy en España!

-Pues acuérdate de los problemas que has dejado aquí.

Alioune se derrumbó sobre la mesa, ocultó la cara entre los brazos y estalló en sollozos. Aún llevaba la sudadera y los pantalones de chándal azul marino que había vestido durante los siete días de travesía en cayuco desde Senegal hasta Canarias. La ropa, tan pequeña que las perneras apenas llegaban a cubrirle las pantorrillas, apestaba a mar, a vómitos, a sudor y a orín. No se había desprendido del olor del viaje y ya tenía que asumir la enorme responsabilidad económica que los cuarenta miembros de su familia depositaban sobre sus hombros.

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Alioune, de 31 años, había arribado a El Hierro el 18 de mayo. Aquel día, Canarias recibió nada menos que a 648 africanos en ocho cayucos. El de Alioune, que atracó a las ocho de la tarde, era marrón y llevaba a 84 personas a bordo. Nuestro hombre apenas podía tenerse en pie. Cuando los miembros de Salvamento Marítimo dejaron de sostenerle para ayudar al siguiente inmigrante, recorrió haciendo eses, como un borracho, los apenas cinco metros que le separaban del hospital de campaña de Cruz Roja. Tras siete días y 2.000 kilómetros de travesía atlántica en una lancha atestada, sin poder cambiar de postura, la pérdida de estabilidad era lo menos grave que podía ocurrirle. Después de pasar por el Centro de Internamiento de Fuerteventura, Alioune fue enviado a Madrid.

Desde entonces, EL PAÍS ha estado en contacto permanente con él. Ha entrevistado a sus compañeros de aventura. Ha viajado a uno de los barrios más pobres y poblados de Dakar en busca de los 40 miembros de su familia directa: madre, hermanos, cuñados y sobrinos. Ha ido a la cercana playa, cubierta de desperdicios, desde donde zarpan cada día cayucos atestados de emigrantes que cargan con todas las esperanzas y necesidades de sus clanes. Ha subido en la piragua donde pescaba con sus camaradas de trabajo. Y ha viajado a la asfixiante frontera con Mauritania, donde se ha entrevistado con su novia, que es también prima hermana suya. El retrato de este senegalés es, en cierto modo, el de los casi 20.000 africanos que han alcanzado las playas de Canarias en lo que va de año y de los cientos que llegan cada día.

La historia comienza en Dakar, el preciso lugar desde el que ingleses y holandeses enviaron a 12 millones de esclavos a América hasta hace apenas un siglo. La ciudad es ahora la bulliciosa capital de un país que las guías turísticas definen como "la democracia más estable de África Occidental". Senegal tiene 11,6 millones de habitantes, según el Gobierno, y 15 millones según los observadores internacionales. Es imposible averiguar la cifra exacta, porque las familias no registran los nacimientos de sus hijos. Tampoco informan de sus fallecimientos, algo que sucede con frecuencia: cinco de cada cien niños mueren durante el primer año, y diez de cada cien no llegan a cumplir los cinco.

Dakar es una olla hirviendo. Miles de jóvenes, vestidos con las camisetas de todos los equipos de fútbol del mundo, se mueven por sus caóticas calles sin propósito aparente. Son como las pequeñas burbujas que surgen del fondo de la olla y ascienden, zigzagueantes y rápidas, hasta estallar, estériles, en la superficie. El 55% de la población tiene menos de 20 años. Racimos de muchachos cuelgan de microbuses adornados con la misma leyenda, Alhamdulillah (Gracias a Alá). Y bien que hay que dar las gracias, visto el lamentable estado de esos vehículos destartalados. La edad de los coches supera con mucho la de sus conductores, cuya esperanza de vida es de 55,6 años. Taxis que podrían haber salido de un desguace hacen sonar sus bocinas -lo único que funciona en ellos sin problemas- en medio de un atasco absoluto. Dos horas es una estimación optimista sobre el tiempo necesario para atravesar la ciudad. Rodeados de humo y ruido, de vendedores ambulantes y de mendigos, hombres y mujeres de increíble belleza lucen alegres bubus multicolores. Dado el número de niños -en el regazo de sus madres, atados a las espaldas de sus hermanas pequeñas, pidiendo en las esquinas-, la ciudad parece una febril maternidad. Si no fuese por el fragor del tráfico, sería posible oír los gritos de los recién nacidos.

Las estadísticas oficiales dicen que en Dakar viven dos millones de personas. Pero en la franja de costa que va desde la capital hasta la ciudad de Rufisque, al este, habitan cinco millones. Se trata de una sucesión de arrabales que las autoridades consideran peligrosos para los tubab (blancos). De esas aglomeraciones miserables, en las que las calles no tienen nombre y las casas carecen de número, salen la mayoría de los sin papeles que llegan a Canarias. De ahí partió Alioune para buscar fortuna en España.

En Hann-Pêcheurs, el barrio donde nació Alioune, enjambres de niños descalzos juegan entre cabras en un laberinto de callejones de arena que en época de lluvias se transforman en ríos de lodo que inundan las casas. La sarna salta desde el lomo de los animales a las cabezas de los chavales. No es raro encontrar niños y adultos, víctimas de la poliomielitis, que arrastran las piernas inútiles. A ambos lados de los callejones se abren puertas angostas que dan entrada a pequeños patios. En torno a éstos se distribuyen habitaciones con tejados de uralita. En cada una de esas casas pueden llegar a vivir más de medio centenar de miembros de una misma familia.

Mareime Nianj, la madre de Alioune, es la abeja reina de una de esas colmenas. A sus 60 años, viuda en dos ocasiones, Mareime tiene entre siete y diez hijos, según quien sea el familiar que los cuente. A tenor de la versión más generosa, Alioune es el quinto de tres varones y cuatro hembras. Mareime es además abuela de "unos veinte nietos". Ocupa la mejor habitación de la casa: una estancia de seis metros cuadrados con una ventana que da al callejón, justo sobre el bebedero de las cabras, una cama supletoria y un armario. En la cabecera de su gran lecho hay un estante con un radiocasete, varios frascos con afeites y algunas fotografías. De las paredes cuelgan retratos del líder de Tidjania, la secta islámica a la que pertenece la familia.

Sentada al borde de su cama y envuelta en un espectacular bubu azul y blanco con un turbante a juego, Mareime atiende a las visitas. De etnia wolof, mayoritaria en Senegal, la mujer observa con rostro atento a los periodistas españoles que vienen a traerle noticias de su hijo Alioune. En la puerta de su cuarto se agolpan una veintena de familiares interesados en la conversación. "Queremos que Alioune nos mande dinero, para que podamos comer", dice Mareime. "Yo he hecho el sacrificio de sufrir por la marcha de mi hijo. Es justo que ahora él corresponda enviándonos dinero". Aunque se le cae alguna lágrima, no hay la más mínima emoción en su voz. Habla con un tono didáctico y sereno, como si explicara un principio biológico elemental. A su lado se halla Fatou, su hija mayor, la misma que recordó a Alioune su responsabilidad con la familia que había dejado en Senegal.

Los problemas a que aludía Fatou saltan a la vista. Cuarenta personas viven en las ocho habitaciones de la casa, celdillas situadas en torno al estrecho patio en el que se halla el único grifo. Junto a él, varias mujeres lavan la ropa en barreños de plástico. Cada cuarto es el hogar de una familia del clan: la cama del matrimonio ocupa prácticamente el espacio, mientras los hijos duermen en el suelo. Al fondo del patio hay una estancia pequeña y oscura con un hornillo en el suelo: la cocina. Una cuñada de Alioune se afana en cuclillas sobre una fritanga de colas de pescado cubiertas de moscas.

Fatou ocupa la antigua habitación de Alioune. Está soltera y cojea ligeramente, algo que debe de ser un estigma en un entorno donde el cuerpo es la única herramienta disponible para salir adelante. "El cuarto", dice, "está tal y como lo dejó Alioune". Sobre el dintel luce la frase que él escribió en árabe con una brocha para evitar el mal de ojo: "Dios nos protege de la gente mala". En el interior están su cama y un mueblecito esquinero de madera que aún guarda una foto suya, tamaño carné, de cuando era niño y una vieja entrada para un concierto de Bob Marley. De la pared cuelgan los retratos de tres santones islámicos. En esa habitación planeó Alioune su viaje a España.

"Mi hijo comenzó a pensar en emigrar cuando tenía 15 años", asegura su madre. Acababa de dejar la escuela y había comenzado a estudiar formación profesional. Aspiraba a convertirse en soldador, más por necesidad que por vocación. Él habría preferido ser marinero: "Tendría mi propia barca, me haría a la mar todos los días y conseguiría dinero con la venta del pescado". Pero la pesca es cada vez más escasa y los barcos tienen que alejarse más y más de la costa para llenar las redes, así que optó por hacerse soldador. "Pensé que cuando terminara los estudios encontraría trabajo y podría ayudar a mi familia".

No fue así. Cuando acabó el primer curso, su madre le dijo que no podía seguir pagando los 15.000 francos CFA (23,5 euros) anuales que costaban sus estudios. Entonces Alioune comenzó a buscar trabajo con el soplete. Durante dos años hizo algunas chapuzas mal pagadas, hasta que comprendió que por ese camino nunca lograría salir adelante. Y volvió a su vieja idea de ser marinero. Un amigo le presentó a unos pescadores, que accedieron a embarcarle como ayudante en su cayuco. A bordo iban 24 personas. "Pescábamos las noches de luna nueva, que es cuando aparecen los peces. Utilizábamos una lámpara para atraerlos. Lanzábamos la red y cada uno jalaba de una cuerda hasta que lográbamos subir las capturas a bordo". Alioune entona la canción wolof que repetían para combatir el dolor y animarse en el esfuerzo: "Yaya jambar / yaya jambargué…" ("El capitán, el capitán, cuando le dices algo, está dispuesto a hacerlo…").

Las ganancias dependían de la cantidad y de la calidad de las capturas: si los ejemplares eran grandes, podían obtener 2.000 o 3.000 francos (entre tres y cinco euros) por cada caja, pero lo que le tocaba a cada uno era una miseria. Había que dividir el total en tres partes iguales: un tercio iba a manos del capitán, que era el dueño del cayuco; otro, a pagar el mantenimiento de la barca, la gasolina y las reparaciones del motor; el tercio restante se repartía entre los 24 pescadores.

Alioune siempre mantuvo en secreto su plan de emigrar. Ni siquiera se lo dijo a su tío Mabale, de 38 años, en cuyo cayuco trabajó los últimos años. "Ningún miembro de la tripulación imaginaba que pensaba embarcarse hacia España". Este hombre fuerte, que luce un bigote en forma de herradura, es una de las precarias fuentes de ingresos de la familia. La otra es el hermano mayor de Alioune, Alassane, que tiene 44 años y es chófer: "Me pagan por día de trabajo. Ni siquiera me alcanza para mantener a mi mujer y a mis cuatro hijos", dice. Tampoco él tenía idea de los propósitos de Alioune.

Durante siete meses, Alioune había ido guardando una parte de sus ganancias en una hucha de madera negra que ocultaba bajo el colchón. "Si una noche ganaba 500 francos, le daba a mi madre 400 y metía los otros 100 por la ranura de la caja". Cuando calculó que había reunido lo suficiente, llevó la hucha a casa de un amigo carpintero. "Le pedí que la abriera sin romperla, pero que no mirase lo que había dentro. Volví a mi casa con la caja cubierta por la camisa y la devolví a su sitio, bajo la cama". A las diez de la noche, cuando todo estaba tranquilo, se encerró en su cuarto, sacó la hucha y volcó su contenido sobre el colchón. "Fui contando el dinero y colocándolo en montoncitos. No me había equivocado: allí estaban los 25.000 francos (39 euros)". Dos días después, Alioune desapareció.

Sólo dos mujeres podían saber que había comenzado su aventura: Mareime, su madre, y Umm Fall, su novia. "Me había dicho varias veces que un día emigraría, pero yo le aconsejaba que no lo hiciera", explica Mareime. "Conozco a muchachos del barrio que han muerto cuando intentaban llegar a España en una piragua. La última vez fue a principios de año. Iban 72 y sólo volvieron 12; los demás se ahogaron. Alioune se marchó sin decir nada para no preocuparme. Pensé que estaría pescando en Mbour (200 kilómetros al sur de Dakar)".

Umm Fall, la tímida novia de Alioune, sí estaba informada. Como ella vive 500 kilómetros al norte, en Mauritania, al otro lado del río Senegal, solían hablar por teléfono: "Siempre me decía que se iría cuando consiguiera reunir el dinero para el viaje. Un día me llamó para anunciarme que se marchaba. Lloré y le pedí que no lo hiciera, le dije que aún podía encontrar algún trabajo en Senegal. Pasé mucho miedo, pero también tenía confianza. Pedí a Alá que le ayudara. Cuando Alioune me telefoneó desde España, comprobé que Alá me había escuchado".

Umm Fall y Alioune son primos y se conocen desde niños. Hace dos años, él le pidió que se convirtiera en su novia. Ambas familias aprobaron el compromiso. Pero la partida de Alioune ha complicado la situación. La joven tiene 21 años y está a punto de acabar el instituto. Acude a la entrevista vestida de rosa y acompañada por su padre, Lamine Dia, de 71 años. Es un hombre de expresión recia, ataviado con una chilaba negra, un fez y una bufanda con la que se enjuga el sudor que provocan los 50 grados y la alta humedad de la zona. También él se queja de sus apuros económicos. "No nos importa retrasar la boda tres, cuatro o cinco años, si mi hija quiere esperar. Alioune no tiene obligación de enviarnos dinero, pero si le va bien, debe ayudar a su familia primero y luego, claro, a su novia". Tras una pausa, pregunta con interés: "¿Ya tiene trabajo?". Ante la respuesta negativa continúa: "Hagan lo posible para que se quede en España y encuentre trabajo". Umm Fall baja la cabeza y musita: "De momento, voy a esperarle".

El día que Alioune abandonó su casa, gastó sus primeros 3.000 francos en pagar al conductor de una camioneta que le llevó, junto a otros jóvenes, hasta Ziguinchor, al sur del país. Fue un viaje largo, pues tuvieron que bordear la frontera de Gambia, Estado incrustado en el centro de Senegal. Ziguinchor es la capital de la exuberante región de Casamance. En las riberas del río que le da nombre se levantan tupidos bosques de baobabs grandes como iglesias, algunos de ellos milenarios. De allí sale la madera con la que se hacen los cayucos.

La camioneta le dejó en el puente de Casamance. Desde allí siguió a pie hasta la ciudad. "Fui a casa de un amigo que se dedica a la venta ambulante". Durante seis o siete meses trabajó con él: le echaba una mano y, a cambio, obtenía un porcentaje de las ventas. "En ese tiempo conocí a mucha gente de Malí, de Costa de Marfil, de Guinea… En total éramos 83 u 84. Todos habíamos llegado allí con la intención de embarcar hacia Europa. Pero carecíamos de contactos para conseguir un cayuco".

Alioune tenía además dificultades para hacerse entender. Él habla wolof, mientras que el dialecto mayoritario en Casamance es el diola. Curiosamente, fue ese problema el que resolvió su situación. "Un hombre me oyó y se acercó a mí diciendo: '¡Eres paisano!'. Resultó ser un carpintero que acababa de terminar un cayuco". Probablemente, el carpintero buscaba forasteros dispuestos a emigrar para hacer un buen negocio. "Eso sucedió por la mañana. Hacia las cuatro de la tarde nos reunimos todos los amigos. Una hora después ya habíamos decidido el viaje".

Cada uno de los 84 viajeros, todos ellos varones, aportó 25.000 francos. En total, le pagaron al carpintero 2,1 millones (unos 3.300 euros). Además de la embarcación, ese precio incluía un motor nuevo, otro de segunda mano -de reserva-, 260 litros de gasolina -repartidos en 10 bidones de 20 litros y 13 de 4,5 litros-, 40 bidones de agua potable, cuatro sacos de arroz, 50 paquetes de galletas y algo de leña. "Zarpamos esa misma noche". Era el 11 de mayo.

No llevaban GPS ni brújula. El Sol, la Luna y las estrellas fueron su guía durante los 2.000 kilómetros de travesía. "Nos turnábamos en el timón. Como navegábamos hacia el norte, el Sol debía estar a nuestra derecha por la mañana, y por la tarde, a la izquierda. Por la noche, la Luna debía quedar a la izquierda. Además, siete estrellas nos servían de referencia: las tres de la izquierda marcaban la dirección de América, que no debíamos tomar; las dos de atrás señalaban el sur, de donde veníamos, y otras dos, situadas al norte, marcaban el rumbo hacia Tenerife, nuestro objetivo". Durante el primer tramo del viaje podían ver al este las montañas de África. Pero, al llegar al norte de Mauritania, esa referencia desapareció.

Se alimentaban dos veces al día. Hacia mediodía, se repartían unas galletas y un vasito de plástico con un poco de agua. Por la noche prendían leña, y sobre ella colocaban una marmita medio llena de agua dulce con un chorrito de aceite. A modo de sal, le echaban unos vasos de agua de mar. Luego vertían unos cuantos puñados de arroz. Ésa era la comida fuerte del día.

Cuando alguno tenía ganas de vomitar, le acercaban un cubo. Mientras echaba las tripas, le gastaban bromas: "Le decíamos: '¡Eso te pasa por comer demasiado! ¡Estás desperdiciando nuestra comida!". Hacían sus necesidades sacando el trasero por la borda, mientras un compañero les sujetaba. "Había buen ambiente a bordo", sonríe Alioune. Pero todo cambió cuando llegaron a la altura de Cabo Blanco, al norte de Mauritania. Allí, la cálida corriente norecuatorial, que les había ayudado a navegar hacia el norte, se encuentra con una corriente contraria, fría e impulsada por los fuertes vientos alisios. El mar se volvió loco. Olas de tres metros zarandeaban la embarcación y golpeaban a los pobres hombres contra la borda. "Como sólo llevábamos camisas y sudaderas, estábamos empapados y temblábamos de frío". Pronto avistaron un cadáver flotando bocabajo. Luego, otro y otro más. Al poco, se cruzaron con un cayuco partido en dos, como una cáscara de nuez.

Ni siquiera entonces Alioune tuvo miedo. "Alá me cuidaba". Para mayor seguridad, antes de embarcar se había ceñido su gri-gri a la cintura. Los supersticiosos senegaleses creen que ese largo collar de cuentas redondas de madera les protege contra cualquier mal.

Al sexto día lograron salir de aquel infierno. Pero el motor se paró. Se hallaban completamente perdidos en el Atlántico y habían consumido las reservas de agua y de gasolina en la batalla contra las olas. "Sólo teníamos un poquito de arroz, pero no podíamos cocinarlo. Íbamos a morir, pero alguien divisó otro cayuco. Le gritamos y le hicimos señas hasta que puso proa hacia nosotros". A bordo iban unas 50 personas. "Nos dieron un bidón de agua y un poco de gasolina, nos indicaron la dirección que debíamos seguir y se marcharon".

Alioune intuyó que estaban cerca de Canarias cuando el mar, que era verde hasta entonces, mudó a un color azul oscuro. Aunque aún distaban muchos kilómetros, el resplandor de las ciudades del archipiélago era visible en el cielo durante las noches y, como un faro, les ayudó a aproximarse. Amanecía cuando por fin distinguieron la silueta de El Hierro y, de nuevo, volvió a acabárseles la gasolina. Habían quedado a la deriva, pero pronto un helicóptero comenzó a dar vueltas sobre la barcaza. Poco después, un buque naranja de Salvamento Marítimo les remolcó a puerto. Era el 18 de mayo.

El grupo, aterido y exhausto, fue conducido al centro de internamiento de extranjeros de Fuerteventura, pero Alioune sólo permaneció allí 15 días. La falta de espacio para alojar a los inmigrantes que seguían arribando a Canarias precipitó su traslado a un centro de acogida de Cruz Roja de Madrid. Los responsables de la ONG también estaban desbordados por las continuas llegadas de africanos desde el archipiélago. Durante la entrevista que mantuvieron con él, Alioune les reveló el único contacto que tenía en España: el teléfono móvil de un tal Sarr, que vivía en algún lugar de Murcia. Una prima de Sarr estaba casada con un tío de Alioune. Entre los 40.000 miembros de la comunidad senegalesa en España, ese parentesco remoto es un valioso seguro de vida.

Cuando los asistentes sociales de Cruz Roja lograron localizarlo, Sarr aceptó acoger a Alioune en su casa de Molina de Segura. Esa misma tarde, nuestro hombre salió en autobús hacia Murcia. Además de abonar su billete, la ONG le había entregado 40 euros como dinero de bolsillo. A Alioune sólo le preocupaba si en casa de Sarr habría una cama para él.

Sí la había. En el piso estaban Sarr, sus dos primos, Babakar e Idrisa, y Gora, el único que carece de papeles igual que Alioune. Gora llegó a Tenerife el 6 de junio y es primo hermano de un compatriota que vive en el vecino pueblo de Torres de Cotillas. Acudió a casa de Sarr porque en la vivienda de su pariente ya no cabía un alfiler. "A veces te da pena no tener dónde meter a tantos amigos y familiares que llegan", se lamenta Idrisa. De momento, Alioune y Gora se dedican a las tareas del hogar: barren, friegan, hacen las camas… La falta de papeles no es el único motivo por el que no pueden trabajar, pues siempre hay empresarios dispuestos a explotar a los inmigrantes indocumentados. El problema principal es que no hablan una palabra de español, aunque Alioune se esfuerza en intentarlo: "Hol-la, me lla-mo Alioune. Es-toy bus-can-do tra-ba-jo".

Los compañeros de piso de Alioune y Gora tienen papeles, pero sudan la gota gorda para salir adelante. Sarr tiene 28 años y reside en España desde hace siete. Cada día se desplaza desde Molina de Segura hasta la localidad almeriense de Carboneras, donde trabaja recogiendo ajos. Idrisa, que llegó a España hace ya nueve años con un visado de turista, trabaja ahora en la construcción, pero su ficha laboral muestra una lista de 22 empleos legales, desde montador de televisores en la empresa Sony de Barcelona hasta operario de grúas en Córdoba. Aunque su documentación española dice que cuenta 25 años, él admite que tiene 10 más.

Idrisa es novio de una enfermera cordobesa que, curiosamente, ha tenido que emigrar a Milán para ejercer su profesión. Su hermano mayor, Babakar, tiene 39 años y se ha especializado en nivelar con mortero los suelos de las viviendas. Es un tipo alto y fuerte, con un espléndido sentido del humor: "Llevo siete años con el mortero y aún no me salen las cuentas", dice. "Me levanto a las cinco de la mañana y vuelvo a casa a las doce de la noche. En España he aprendido a sufrir". Babakar gana entre 50 y 60 euros al día. Cada mes envía 200 a las dos mujeres que tiene en Senegal. Su aspiración es llegar a tener cuatro esposas: "Hay que disfrutar de la vida", proclama.

Aunque los tres tienen papeles, no les resultó fácil conseguir la vivienda, un piso amueblado de tres habitaciones, cocina, tendedero y dos baños, por el que pagan 400 euros mensuales de alquiler. Idrisa explica: "Como hablo español bastante bien, por teléfono los propietarios no ponían ningún problema. Pero cuando veían que soy negro, subían el precio de forma que no pudiera pagarlo".

Desde que llegó a España, Alioune sólo ha trabajado dos días, recogiendo melocotones en una finca vecina. Le pagaron a seis euros la hora. El primer día, cuando Idrisa le despertó a las seis de la mañana, Alioune protestó: "Todavía es de noche". Idrisa le recriminó: "¿A qué te crees que has venido? Aquí se empieza a trabajar a esta hora. ¡Venga, arriba!". Idrisa cuenta que los recién llegados creen que en España el dinero crece en los árboles. "Si supieran lo que les espera, la mayoría no abandonarían su casa. Yo mismo he pensado muchas veces que debí haberme quedado en Senegal. Aquí trabajamos como bestias. Si hiciésemos lo mismo en nuestro país, también ganaríamos dinero. El problema es que allí los jóvenes se niegan a recoger las basuras o a subirse a un andamio. Yo mismo pensaba que esos empleos eran humillantes".

Alioune observa las palmas de sus manos como si intentara leer el futuro en ellas. Son unas manos sorprendentemente largas y delicadas para un pescador de 31 años que hasta hace un par de meses jalaba redes en las costas de Dakar. Está sentado de espaldas al balcón, desde el cual puede verse la huerta murciana, como una promesa de trabajo. Sin embargo, Alioune está triste. "Pensaba que cuando llegase iba a encontrar un trabajo y podría ayudar a mi familia, pero va a ser muy difícil". Sin dejar de mirar sus manos, Alioune añade: "Si lo sé, no vengo".

Pero ése es un razonamiento difícil de explicar a los que todavía permanecen en Senegal. En su casa de Hann-Pêcheurs, su tío Mustafá Gay cuenta los 300 francos que le entregó la policía española cuando bajó del avión en el que fue repatriado desde Canarias. "Los utilizaré para volver a España. Aquí no tenemos esperanza, no hay nada que hacer". Mustafá guarda cuidadosamente los billetes en el bolsillo del pantalón y se levanta para reunirse con su mujer y su hijo pequeño.

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