"Me llamo Joaquina y vengo de raza gitana"
Una mujer presa en la cárcel de Sevilla escribe la historia de su vida, tan igual y tan diferente
De regalo de bodas quiso una muñeca, y a los 38 años ya ha sido abuela por segunda vez, pero la cárcel está llena de mujeres como Joaquina Heredia Campos. No la hace distinta que el delito la atrapara dándole el pecho a la menor de sus tres hijas, ni que por entonces su marido ya estuviera en prisión. Tampoco que las escasas letras que hasta entonces había leído fueran en papel oficial y anunciaran malas noticias. Ni siquiera que las únicas casas sin goteras que haya conocido sean las tres cárceles en las que ha pasado los últimos siete años y cuatro meses de su vida. Lo que hace distinta a esta mujer -condenada a 13 años y medio por guardar droga a cambio de dinero- es que ha sido capaz de escribir entre rejas un libro que empieza así: "Soy una presa, me llamo Joaquina y vengo de raza gitana".
"Cuando llegábamos del colegio, mi madre nos ponía de comer con lo que había conseguido rifando o pidiendo"
"Un día, una mujer me propuso que le guardara en mi casa la droga con la que ella traficaba a cambio de pagarme 10.000 a la semana y acepté"
Sentada en una galería de la prisión de mujeres de Alcalá de Guadaira (Sevilla), Joaquina Heredia explica que escribir su vida le ha servido para desahogarse. Los párrafos que vienen a continuación pertenecen a la primera parte de su libro y de su vida, la única época en la que, a pesar de las dificultades, ella es capaz de encontrar un reflejo de felicidad.
"Nací en el año 1968 en una familia muy humilde en una aldea llamada Guadacorte, cerca de San Roque, en el Campo de Gibraltar. Éramos cinco hermanos, cuatro niñas y un varón. Luisa, mi madre, se buscaba la vida haciendo rifas, pidiendo o vendiendo las tagarninas y caracoles que Juan José, mi padre, recogía. Mis hermanas y yo íbamos al colegio de la estación de San Roque y teníamos que cruzar la vía del tren para llegar a la escuela. Cuando mi padre o mi madre se encontraban allí, nos cruzaban ellos; si no, teníamos que cruzarla solas. Una vez estuvo a punto de pillarnos el tren porque siempre íbamos jugando por el medio de la vía".
Lavando en el arroyo
"Cuando llegábamos del colegio, mi madre nos ponía de comer con lo que había conseguido rifando o pidiendo. Después se iba otra vez para conseguir algo para la cena. Se llevaba con ella a mi hermana Isabel y a mi hermano Juan, que eran los más pequeños. Yo me encargaba de las faenas de la casa y cuando terminaba cogía la ropa sucia, la ponía en un baño, me lo ponía en el cuadril y me iba a un arroyo a lavarla. El arroyo estaba un poco lejos de la casa. La mayoría de las veces andaba con miedo porque se acercaban unas vacas y en algunas ocasiones dejaba la ropa tirada y salía corriendo. Por aquel entonces tenía siete años".
"Tiempo después, mi padre empezó a trabajar en una obra de tubos y corchos cerca de la estación de San Roque. Mi madre seguía haciendo rifas porque a mi padre no le pagaban hasta final de mes. En uno de aquellos meses, mi padre nos compró un televisor en blanco y negro y una batería de coche con unas pinzas para poder ver la televisión, porque en la barraca no teníamos luz eléctrica y nos alumbrábamos con velas y mariposas. La casa estaba siempre llena de niños viendo la tele. Parecía que nos había tocado la lotería, pero cuando la batería se descargaba teníamos que esperar hasta el mes siguiente a que mi padre cobrara para poder recargarla en un taller de coches".
Joaquina recuerda con especial alegría el día que estuvieron a punto de elegirla reina de las fiestas de Taraguilla. "Por un voto no fui elegida. Fue una chica muy guapa, hija del presidente de la asociación de vecinos. Yo me puse muy contenta por ser primera dama de honor. Nos dieron una pieza de tela para que me hiciera el vestido que mi madre encargó a una costurera. Me cosió un vestido muy bonito, era sencillo, de color rosa, pero me quedaba muy bien porque era cortado a mi medida. También me compraron unos zapatos blancos de tacón de lápiz muy bonitos y unos pendientes a juego con una gargantilla y una pulsera. El día de la coronación, mi madre me llevó a una peluquería para que me peinaran. La peluquera me hizo un moño con tirabuzones y otra chica me maquilló un poquito. Cuando salí de la casa camino de la coronación, las vecinas que estaban esperando en la puerta me besaron y me aplaudieron. Me sentí como una princesa. Fue el día más bonito de mi vida".
Se acuerda Joaquina de que su padre se gastó toda la paga del mes en comprar los retratos que le hicieron. Unas fotografías que ahora ha mandado buscar para ilustrar el libro de su vida, pero que no encuentra, extraviadas en el desbarajuste de su vida. Los recuerdos se detienen entonces en su primer y único amor, su primo Juan, en los juegos inocentes de cortejo y, sobre todo, en la feroz oposición de su padre a la boda. Su primo tenía entonces 17 años, y ella, 14. "Entre nosotros los gitanos tenemos una tradición. Cuando dos jóvenes se quieren, el chico pide a la chica a su padre. Si el padre acepta, los novios están un tiempo saliendo y después se casan por lo gitano. A la novia le hacen la prueba del pañuelo con las tres rosas que significa la honra de la mujer y de toda su familia. Es precioso, es una boda muy bonita. Pero yo no me pude casar así, sino que tuve que irme, aunque de verdad que me hubiera gustado hacer una boda gitana y ser un orgullo para mi familia, pero mi padre no me dio otra opción. Llevábamos dos años de novios esperando a que mi padre diera el sí y no tuve más remedio que escaparme con él".
Por la calle de en medio
Un día, su primo y novio a la vez se puso tan furioso al ver que la situación no avanzaba que tiró por la calle de en medio. Le dijo al padre de Joaquina que ya se había acostado con su hija. "No sé por qué mi primo le mintió, porque nosotros no lo habíamos hecho, y además no pensó en la ruina que podría haberse buscado. Si mi padre no lo mató aquella noche fue porque miró que era su sobrino". Ya nadie creyó la verdad, pero la treta funcionó. El padre de Joaquina aceptó finalmente la boda. El primo Juan apareció una mañana con su madre y se llevaron a Joaquina al pueblo gaditano de Jimena, donde estaba toda su familia en la recogida del algodón.
"Salí de mi casa llorando y así estuve todo el camino. Mi suegra le dijo a Juan que parara en una pastelería para comprarme pasteles. Pero no dejaba de llorar y no comí ningún pastel de los que compró mi suegra. En Jimena estaba toda la familia de Juan y mucha más gente. Todos vivían en una nave muy grande y estaban durmiendo con los colchones tirados por el suelo porque ya era muy tarde. Mis cuñadas se levantaron y me dieron un beso y yo seguía llorando. Aquella noche dormí con mi cuñada y con otra chica. Juan durmió con su tío y con su hermano. A la mañana, mi suegra se levantó muy temprano, hizo una hoguera y preparó el café. Me pidió que comiera, pero no lo hice porque me daba vergüenza. Mi suegra aquel día le pidió permiso al dueño del cortijo para no ir a la vega a coger algodón y acarreó hasta la nave unos ladrillos. Cuando ya tuvo bastantes, se puso a hacer una cama muy grande y muy alta para que su hijo y yo no durmiéramos en el suelo. La hizo tan bien que parecía una cama de madera. Cuando llegó la noche, encendieron la hoguera y todos se pusieron a charlar. Yo me bañé y me metí en la cama antes de que se acostaran porque sentía vergüenza de que toda la gente nos vieran acostados juntos. Al rato me quedé dormida y no sentí cuando Juan entró en la cama...".
La noche más horrible
"Para mí, aquella noche fue la más horrible de todas, porque nada más que pensaba en que los demás nos vieran, no estaba tranquila, tenía miedo de hablar y de todo. Tampoco podía levantarme, ¿adónde iba a ir si por todos lados había gente durmiendo en los colchones tendidos en el suelo? Mi suegra se levantó temprano para hacer la hoguera y el café, y yo, nada más verla en la faena, me levanté también. Me tomé el café que me puso y cuando se levantaron los demás me fui a un río de allí de agua limpia a bañarme. El río quedaba un poco lejos del cortijo y bañándome sentí mucho miedo por la oscuridad que daban los árboles al agua y por el silencio que había".
Aquella oscuridad no fue un buen presagio. Joaquina cuenta en su libro cómo se quedó embarazada de una hija que moriría poco después entre ataques de epilepsia y cómo, a raíz de aquello, su marido entró en un mundo, el de la droga, que todavía no ha abandonado y que finalmente marcaría la vida de todos. Sin esconderse, Joaquina cuenta su culpa. "Un día, una mujer me propuso que le guardara en mi casa la droga con la que ella traficaba a cambio de pagarme 10.000 pesetas a la semana y acepté. No sé cómo alguien se enteró de lo que hacía y dio un chivatazo. A las nueve de la mañana del 17 de marzo de 1999 tocaron a la puerta de mi casa. Mis niñas se asustaron. Yo creía que habían venido todos los policías de la comisaría de La Línea".
A Joaquina, que huye de las fotografías, le encantaría ver publicado su libro algún día. Lo ha titulado con letras grandes: "Testimonio de una vida rota".
El primer almuerzo con postre
JOAQUINA CUENTA que, siendo ella muy pequeña, su madre se hartó de vivir en una barraca sin luz ni agua y rompió la cerradura de un colegio abandonado. Llegó la Guardia Civil y los desalojó, pero el entonces alcalde de San Roque se apiadó de ellos y les regaló un terreno para que levantaran una casa en condiciones. "Mi padre lo aceptó, lo limpió todo poque estaba cubierto de matojos y lo allanó él solito. Se pegó trabajando el terreno dos meses. Cuando el alcalde fue a verlo se quedó sorprendido. No podía creerse que mi padre hubiese hecho solo ese trabajo. Luisa, mi madre, dio a luz en el hospital de La Línea a mi hermano más chico. Era muy bonito y nació muy bien. Cuando le dieron el alta, mi madre lo llevó a que el alcalde y su familia lo conocieran y todos se pusieron locos de contentos con la criatura. Desde ese día, el alcalde lo presentaba como su ahijado. Después le preguntó a mi padre por el bautizo, pero Juan José, mi padre, le contestó que no tenía dinero para hacer un bautizo, a lo que le contestó don Francisco que no se preocupara, que él se encargaría de todo y pusieron fecha para el acto. Mi madre nos puso a todas muy guapas. Estuvo el alcalde con su familia y cuando el cura preguntó por el nombre del niño, mi padre dijo que se llamaría Francisco, a lo que añadió el alcalde que se llamaría también Borja, porque todos los varones de su familia llevaban ese segundo nombre. El alcalde nos invitó a almorzar en un restaurante de la estación y comimos todos como nunca habíamos comido, con postre y todo. Al año de nacer mi hermano Francisco nació mi hermana Raquel, de modo que ya éramos siete hermanos. Éramos felices entonces".
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