Cómo gastar 50.000 millones de dólares
SUPONGAMOS que disponemos de un presupuesto de 50.000 millones de dólares destinado a resolver los problemas más acuciantes a los que se enfrenta la humanidad. No hará falta seguir leyendo para que los más escépticos vean en este primer párrafo otro de los ejercicios hipotéticos a los que nos tienen acostumbrados los economistas. El ejercicio es, sin embargo, más serio de lo que parece.
Se planteó por primera vez en 2003, en Copenhague, bajo el siguiente enunciado: "¿Cuáles serían las mejores vías para avanzar en el bienestar global, y en particular el de los países menos desarrollados, suponiendo que se pone a disposición de los Gobiernos un montante adicional de 50.000 millones de dólares?". Para su discusión se convocó a reconocidos expertos y, más recientemente, a políticos y del mundo empresarial con proyección internacional. En junio pasado han tenido lugar las últimas sesiones de ese foro, el Consenso de Copenhague (www.copenhagenconsensus.com), al tiempo que se publicaba el volumen (How to spend $ 50 billion to make the world a Better Place, Cambridge University Press) con la documentación correspondiente a la edición de 2004.
Ocho economistas, cuatro de ellos Nobel, establecieron una lista de prioridades, de las identificadas previamente por la ONU, atendiendo tanto a la urgencia de los problemas como a la eficiencia de las soluciones
La hipotética misión es simple. Solucionar los problemas más urgentes y hacerlo de la forma más eficiente posible, ajustándose a las exigencias de un método como el análisis coste-beneficio. Ocho economistas técnicamente incuestionables, cuatro de ellos Nobel (asistidos por una treintena de especialistas en las áreas de los grandes problemas), establecieron una lista de prioridades, de las identificadas previamente por la ONU, atendiendo tanto a la urgencia de los problemas como a la eficiencia (al ahorro de costes y a la obtención de resultados) de las soluciones. Un ejercicio poco distante de esa realidad en la que la restricción financiera preside cualquier aproximación al tratamiento de problemas, por graves que éstos sean. Cuando los recursos son limitados, la definición de prioridades es el mal menor absolutamente necesario. La elección entre proyectos acaba siendo un foco de controversias. El fundamento de las mismas puede ser una fuente de aprendizaje en la medida en que, lejos de guiarse por consideraciones mediáticas o de otro tipo, se amparan en la comprensión científica de los problemas y la racionalidad económica para su solución: en la consecución de mejores resultados con menores esfuerzos. Discutible exigencia, ya lo sé, pero generadora de una lista de prioridades no muy distinta de la que emana de consultas a ciudadanos no economistas.
Las enfermedades contagiosas, el hambre y la malnu-trición, y los subsidios y barreras comerciales son los principales retos seleccionados. Más abajo aparecen otros, como la sanidad y el cuidado del agua, la corrupción y mala calidad de los Gobiernos, los flujos migratorios o el cambio climático. Pero son esos primeros en los que el análisis coste-beneficio prometía los mejores resultados. Dentro del primer grupo, la prioridad es el control del sida. Unos cuatro millones de personas resultan infectados cada año, pero mueren tres millones de los ya enfermos. Aunque los costes asociados a la prevención de su propagación son elevados (más de 27.000 millones), sus beneficios lo justificarían: se evitarían casi 30 millones de nuevos infectados en 2010, con las consiguientes ventajas, también económicas, sobre las sociedades afectadas.
Las actuaciones tendentes a eliminar las barreras al comercio y los subsidios, en particular los agrícolas, en los países desarrollados son de las más eficientes, de ahí su prioritaria inclusión. Los beneficios que depararían a los países pobres serían muy importantes, frente a costes de ajuste de escasa o nula significación. Quedan excluidos los llamados costes políticos, que se derivarían de la eliminación de privilegios a los segmentos de población hoy protegidos. En los beneficios habría igualmente que computar los obtenidos por los propios ciudadanos de los países ricos. Un ejercicio, un juego, en definitiva, pero saludable y pedagógicamente enriquecedor. Gobernar es elegir, y la seriedad y transparencia en la que se apoyan las decisiones en este juego pueden contribuir a denunciar la frivolidad con la que se adoptan muchas otras en la vida real.
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