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Análisis:Puro teatro | TEATRO
Análisis
Exposición didáctica de ideas, conjeturas o hipótesis, a partir de unos hechos de actualidad comprobados —no necesariamente del día— que se reflejan en el propio texto. Excluye los juicios de valor y se aproxima más al género de opinión, pero se diferencia de él en que no juzga ni pronostica, sino que sólo formula hipótesis, ofrece explicaciones argumentadas y pone en relación datos dispersos

Huracanes negros y zíngaros felices

Marcos Ordóñez

Uno. Ma Tonkiki. En 1925 llegó a París una adolescente negra de 17 años llamada Josephine Baker que cantaba con voz de mezzo y bailaba con los pechos desnudos y una falda de plátanos. Ochenta años más tarde, otro huracán con nombre de mujer pero de efectos letales arrasó Nueva Orleans. Jérôme Savary ha atado esas dos tempestades por el rabo para cocinar La Revista Negra: New Orleans Forever, un musical que presentó, en primicia, en el Festival de Peralada para recalar luego, a finales de julio, en Madrid. La generosidad es la mayor virtud y el peor defecto de Savary. En La Revista Negra, que deslumbra por la vitalidad y el soberbio oficio de sus intérpretes, Savary quiere contarlo y cantarlo todo: la historia (o, mejor, prehistoria) del jazz, las ordalías de la esclavitud, el desastre del Katrina y, naturalmente, la revolución que supuso, en una Francia todavía colonialista, y recién clausurado el Frente Popular, la tumultuosa llegada de la Black Revue de Noble Sissle al Théâtre des Champs-Elysées, donde debutaron la Baker y un joven Sidney Bechet del que, por cierto, apenas se habla en la función. De hecho, el relato pedagógico de Savary comienza unos años más tarde, en la Exposición Colonial de 1931, cuando exhibieron en el Jardin des Plantes a un grupo de congoleños obligados a "reproducir" su vida en la jungla para siniestro regocijo de un millón de franceses: es la escena que abre La Revista Negra y no cuesta percibir el eco de los Animales Tristes del Magic Circus.

De allí nos trasladamos a la devastada Nueva Orleans. Una barca avanza entre las ruinas del ghetto. Old Joe, viejo profesor y jazzman, busca su piano, cubierto por las aguas. Un matusalénico cantante de blues "no busca nada porque nunca lo ha tenido". Y Cindy, una joven cantante, busca a su novio. El productor francés Slap Goldman llega (en el peor momento) para realizar un casting de bailarines con los que rehacer la mítica Revue de Sissle y, claro está, lanzar al estrellato a la "nueva" Josephine Baker, que, lo adivinaron, no es otra que Cindy, a su vez un gran descubrimiento de Savary: Nicole Rochelle, absoluta reina del espectáculo y milagrosa sosias (por el físico, por la voz, por su baile descoyuntado y feliz) de la Venus Charolada. El anciano bluesman es el no menos soberbio Allen Hoist, que canta y baila como un hermano criollo de Ben Vereen. El afectado productor es Michel Dusarrat, eterno copain de Savary, al que recordarán como el EmCee de aquel Cabaret que presentó en la Barcelona olímpica, y que aquí firma, además, un vestuario de órdago. Al estupendo Miquel Angel Ripeu (Old Joe) le toca el rol más plasta de la velada: narrarnos la peripecia de la raza negra en Estados Unidos y, singular teoría, "su liberación de la esclavitud a través del jazz". Por si no había quedado claro lo de la Exposición Colonial, la lección retorna a África, pasa por Haití, viaja a Cuba, donde se ha abolido la esclavitud, cosa de ilustrar el encuentro con la música caribeña, sigue con otra clase, más vista que el tebeo, sobre la relación entre el flamenco y el blues, y aterriza, por supuesto, en Nueva Orleans como cuna del jazz. Savary y su portavoz no se dejan nada en el tintero: el Ku Klux Klan, la Ley Seca, el I Had a Dream de Martin Luther King, y todo lo que cuelga. Nos salva del tedio la música, a cargo de una banda que borda todo lo bordable (charlestón, blues, boogie, spirituals, rumba, soul, hip-hop, rap) y los números de baile, que van desde un espumoso homenaje a Cab Calloway y Louis Jordan (The Joint is Jumping) hasta las muy aplaudidas pero previsibles versiones de Saint James Infirmary y When the Saints.

Savary ha fichado a diez bailarines/as de excepción, entre los que destacan Kendric Jones, un jovencísimo rey del claqué, y Stéphanie Batten Bland, quien también firma las coreografías. El tercio final, con la llegada de toda la compañía a París para revivir La Revue Négre, es lo mejor del musical, un crescendo festivo en la que Dusarrat se luce como hilarante mago chino y Nicole Rochelle se transmuta, en Josephine Baker, reviviendo Ma Tonkinoise, J'ai deux amours y Yes, We Have No Bananas.

Dos. Tzigane. El bisabuelo de Alexandre Romanés iba de pueblo en pueblo con sus tres mujeres, sus hijos y un oso. Ahora, Alexandre y Delia Moldovan, su esposa, tienen su propio circo, su propia familia de acróbatas y músicos. Gitanos franceses, de estirpe húngara. No hay oso. Hay una niña-pantera, su hija Alexandra, que trepa por las telas rojas con la gracia felina de Brigitte Auber en Atrapa a un ladrón. Hay una preciosa cacatúa blanca que su dueña acaricia como si fuera un gato de angora y gira con ella en el trapecio: en una novela de Philip Pullman sería su daemon, su doble sagrado. Las trapecistas del Cirque Romanés tienen nombres de aristócratas y parecen haberse fugado en mitad de la noche para unirse a su nueva familia: Helène de Vallombreuse, la dama de la cacatúa blanca, y también Laura de Lagillardaie, pálida y sonámbula como Edith Scob en Les yeux sans visage, abrazada a su hombre en lo alto del cuadrante aéreo, deslizándose por sus hombros, sus muslos, sus tobillos. Ivan Radev, un joven y velocísimo malabarista, deshace la materia de las mazas: sólo queda, al volar entre sus manos, un culebreo de plata en el aire. Como la estela del Cirque Tzigane, la fulgurante Perseida de este Grec. Una humilde carpa, en una pequeña plaza, bajo los plátanos.

Apenas caben doscientas personas, pero se llena cada noche. Una familia, dos alfombras y los elementos esenciales del circo: emoción, habilidad, coraje. Y una belleza inmemorial, como la que brota de la voz de Delia, galopando sobre el violín, el acordeón, el contrabajo y el clarinete de sus hermanos, mientras Hayete Harzouz baila la czarda sobre la cuerda floja, entre las palmas felices y deslumbradas de todos nosotros.

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