Las aventuras del género
Ocupa la literatura de aventuras el triste vagón de los segundones. Por una parte existe la literatura a secas, con toda su grandeza, y por otra el rincón de los géneros. Hasta nos olvidamos de que en sus inicios la narrativa no fue otra cosa. El primer relato escrito que conservamos, la epopeya de Gilgamesh, es una concatenación de aventuras con elementos realistas y fantásticos a partes iguales. Homero perfecciona la estructura del relato, pero no altera los contenidos. Ni qué decir tiene que el Mío Cid y el Tirant lo Blanch siguen patrones muy parecidos. De hecho, cuando llegamos al siglo XVI lo raro son las obras que no sean de "capa y espada".
Los amantes de la literatura generan tanto ruido que al final sus debates tienden a olvidar lo importante. ¿Cuál es la finalidad de un buen libro? Contarnos la verdad. Una verdad que puede ser sintetizada en una frase. Cervantes: en la sinrazón está la razón. Kafka, aún más inquietante: cualquier día puedes despertar convertido en un escarabajo. Y para transmitirnos esa verdad el autor quizá necesite cien o quinientas páginas, del mismo modo que necesitamos un día entero para conseguir un sueño de segundos. Por lo demás, para ese objetivo todo está permitido. Tradicionalmente se buscaba una determinada combinación entre la lírica y la épica. Y dejémonos de puñetas: épica es lo que ocurre por fuera y lírica lo que ocurre por dentro. Por eso la guerra tiende a ser épica y el amor lírico, aunque un buen narrador siempre será capaz de invertir el principio. ¿O es que puede imaginarse un relato más lírico que Tempestades de acero, donde toda una conflagración mundial no es más que una excusa puesta a disposición del protagonista para que transforme su espíritu? Porque ése es el segundo gran valor de los libros: que en esa tierra de todos llamada "literatura" hasta un protofascista como Jünger puede ser amado.
No se ha ponderado hasta qué punto la Revolución Francesa fue dañina para la literatura
En éstas llegaron los franceses, que tienen la culpa de casi todo lo infame, desde el arte abstracto hasta los cabezazos en el fútbol. Creo que no se ha ponderado hasta qué punto la Revolución Francesa fue dañina para la literatura. En su asalto al poder los revolucionarios desalojaron a las fuerzas reaccionarias, entre ellas la Iglesia. El vacío que dejó el catolicismo tenía que ser rellenado con algo, y la opción francesa consistió en sustituir a Dios por el arte y a los sacerdotes por los escritores. Bueno, cuando los novelistas se convierten en curas se les exige que hablen de cosas graves y elevadas. A partir de entonces la literatura se supone demasiado seria para ocuparse de lo "popular". ¡Se acabaron las páginas de tortazos! Ahora pasa a ser trascendente, reverencial... y aburridísima. Y si hasta ese momento el axioma narrativo era "a alguien le ocurre algo", con este nuevo ingrediente religioso el principio rector ya es "la literatura puede cambiar su vida". El problema de esta concepción es que a mí aún me han de enseñar una novela que haya cambiado nada. Podríamos exceptuar Mein Kampf, de Adolf Hitler, pero A): el autor jamás reconocería que su obra es la máxima representante de la literatura surrealista. B): para los cambios que introdujo en el mundo, más valdría que hubiera seguido con las acuarelas.
Pero volvamos a los avatares del género, tan íntimamente relacionados con la visión social del escritor. Como hemos visto, desde el siglo XIX la frontera entre el novelista y el intelectual se esfuma. Sus novelas casi podría decirse que no son lo principal, sino más bien un apoyo a sus opiniones. ¿Hay algo más parecido a los sermones que las columnas de los periódicos? Como su propio nombre indica, los dominicales no son otra cosa que una selección de los mejores predicadores. Es un poco ridículo. Los políticos opinan de política y los economistas de economía. Sin embargo, un novelista es alguien a quien, por arte de birlibirloque, se le supone capacitado para pontificar sobre la crisis de Oriente Medio o el auge de la zapatería china. Parece lógico y natural que mentes tan poderosas no se arriesguen a caer en la vulgaridad del género. Lo que cuesta entender es que encima nos quejemos de falta de lectores.
Mientras tanto, un representante de las élites culturales catalanas ha llegado a publicar que en literatura lo importante "es la frase brillante, jamás el argumento". (Eso, eso. Después de tres mil años de historia literaria concluimos que un buen relato es la suma de muchas frases bonitas). Otros, en pleno siglo XXI, siguen esperando "la gran novela sobre Barcelona" (olvidando, por cierto, que ya la escribió Sergi Pàmies), y por último consta de un crítico-escritor que llegó a afirmar que "si algún lector entiende alguna de mis páginas, es que está mal escrita". Y se quedó tan campante. Yo estoy con Vázquez Montalbán: "No hay libros de género; sólo los hay buenos y malos". Ya lo decía el filósofo: "Esto de las razas no es cosa de hombres, sino de perros y caballos". Parafraseándolo, se deduce que esto de los géneros no es cosa de libros, sino de mercerías y ultramarinos.
Albert Sánchez Piñol es escritor y autor de la novela La piel fría.
Babelia
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.