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Columna
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También la vida viaja en cayuco

"Si queremos evitar la llegada de pateras, deberemos incrementar nuestra cooperación con Africa", "la mejor política frente a la inmigración es la cooperación al desarrollo", "debemos comprometernos con el futuro de Africa si no queremos afrontar permanentemente la llegada de pateras y cayucos",... Estas afirmaciones, y otras del mismo tenor, conforman actualmente el mensaje políticamente correcto frente a las propuestas de mano dura y expulsión sin miramientos defendidas por la derecha ante el fenómeno migratorio. Se trata de una posición, sin duda bienintencionada, que sin embargo parte de un diagnóstico un tanto reduccionista: aquel que supone que todos, o la gran mayoría, de los emigrantes no tienen otra alternativa que salir huyendo de su país de origen. Así lo expresaba también hace unos días (EL PAÍS, 26 de agosto) el director de migraciones del Gobierno vasco: "Las patrulleras no van a detener a los inmigrantes porque el hambre les empuja".

Esta forma de plantear el fenómeno migratorio puede ser positiva para fomentar la solidaridad de la ciudadanía, o para ayudar a explicar las consecuencias de décadas, o siglos, de explotación. Sin embargo, puede no ser demasiado certera, pues los motivos que impulsan a la gente a buscar nuevos horizontes son bastante complejos, como han puesto de manifiesto no pocos sociólogos a lo largo de los años. Es verdad que, en ocasiones, una única causa puede explicar una decisión tan delicada como la de emigrar: la guerra, la persecución política directa, la destrucción de los recursos naturales de una región, el hambre... Sin embargo, en otros casos, la emigración tiene que ver con un amplio y complejo abanico causal, cuyo denominador común podría resumirse en la búsqueda de nuevas y mejores expectativas de vida.

Hace años, mucha gente marchaba del campo a las ciudades a la búsqueda de empleo, pero otros lo hacían en busca de trabajos mejor remunerados, así como de nuevas formas de vida, y de mayores oportunidades en todos los terrenos. Hoy ocurre algo parecido, con la novedad de que esa búsqueda no conoce límites: se produce por encima de fronteras, de lenguas, y de religiones. Además, la gente ya no marcha hacia lo desconocido, como podían hacerlo nuestros antepasados cuando se embarcaban hacia América. Hoy en día, casi todo lo que los emigrantes van a encontrar lo conocen ya mucho antes a través de la televisión. Por primera vez en la historia, la autoproclamada superioridad de algunas sociedades, por ellas mismas difundida a los cuatro vientos, constituye el principal elemento de atracción para gentes de otras latitudes. Las expectativas que lanzamos al mundo a través de los medios de comunicación se convierten en impulsoras de un fenómeno que después acaba por perturbarnos ...

Así las cosas, es probable que una mejora de las condiciones de vida (empleo, salud, educación,...) en algunos países africanos disminuyera una parte del actual flujo de emigrantes, pero el abismo de oportunidades entre Africa y Europa es tal que, casi con total seguridad, muchos otros continuarían intentando venir. Y ello sin descartar que -como algunos especialistas han apuntado-, esa hipotética mejora pudiera incrementar, a corto plazo, la lista de los candidatos a emigrar, pues es bien sabido que la mayoría de los que vienen, muchos teléfono móvil en mano, no son los más pobres ni los más marginados, sino los más audaces y mejor informados allá en sus lugares de origen.

Bien está que los responsables públicos comiencen a tomarse en serio los problemas que limitan las oportunidades -y a veces amenazan la propia supervivencia- de muchos millones de personas en otras partes del mundo. Pero la defensa de la solidaridad, la equidad y la paz, debería justificarse por sí misma, sin necesidad de ser presentada como un antídoto frente a la emigración. Y no sólo por razones morales, sino también por sentido práctico. Pues no sólo el hambre viaja en cayuco. Muchas veces es la propia vida la que lo hace.

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