El guardián de las palabras
Cuando era un adolescente tenía un cajón en mi habitación que era solamente mío; "mi cajón". Guardaba el secreto de las cartas de un amor que hoy, tiempo después, me llena de felicidad.
Sabía a ciencia cierta que la privacidad de ese cajón estaba por encima de todo. Si mi madre lo habría y encontraba algo que no le gustaba no sería mi problema, sino el suyo, porque sería su confianza y respeto a mi intimidad lo primero que quedaría en entredicho, independientemente de que encontrase aquellas cartas de amor "prohibido".
Algo similar sucede con la reciente sentencia que afirma que la privacidad de los ordenadores de los empleados está por encima incluso del uso que éstos realicen de los mismos. En ese sentido, creo que la intimidad de las personas sólo debe someterse a reglamentación clara y, sobre todo, de conocimiento previo al uso de su espacio privado de trabajo, aunque el sentido común también me dice que en el trabajo lo que se hace es trabajar.
Finalmente, decidí guardar esas cartas de amor dentro de mi piano; sin duda el mejor guardián de palabras del mundo. A prueba de virus, troyanos e intrusos; solamente hierro y madera.
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