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Aste Nagusia
Columna
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Como los chorros del oro

Último día de fiestas en Bilbao y con él termina un prolongado itinerario de diversión, sorpresas y observaciones. El cronista se queda con una novedad fundamental: cómo han aumentado los niveles de limpieza en todos los ámbitos de la Aste Nagusia, incluso en los eventos que siempre se habían mostrado resistentes al respecto. Los paseos por el castizo recinto de las fiestas, en torno a El Arenal, se han podido realizar, al menos a determinadas horas del día, sin padecer desmayos, vahídos o intoxicaciones. De forma casi milagrosa, la hueste militante (y acaso el adjetivo sea aplicable en varios sentidos) ha asumido que es posible abandonarse a la más furiosa diversión sin que ello implique necesariamente dejar la villa hecha unos zorros, ni extender por los recovecos del callejero urbano ese aroma característico, intensamente nauseabundo, que se había convertido en parte de su identidad.

Lo que queda ahora es una fiesta que puede ser agresiva sin necesidad de agredir a nadie

En esta edición hemos asistido a una Aste Nagusia distinta, a un nuevo modo de vivir las fiestas. Y todo ello ha sido posible gracias al concurso de muy diversos elementos: las campañas de sensibilización dirigidas desde el Ayuntamiento, el comportamiento cívico y ordenado de la ciudadanía, y también (todo hay que decirlo) la decisiva actuación de la Policía Municipal, cuando en momentos como el chupinazo no tuvo contemplaciones y se dedicó a requisar sacos de harina y hueveras a algunos indisciplinados.

Fiestas limpias debería ser el sabor de boca que nos dejara esta edición de la Aste Nagusia. Y con él la certidumbre de que el modelo festivo está asumiendo ciertas correcciones, al menos en sus aspectos menos agradables. Los momentos más oscuros de la fiesta tuvieron lugar allá por los años ochenta, cuando el Ayuntamiento negociaba con sujetos jurídicamente no identificados la retirada de las fuerzas de orden público de todo el recinto festivo; o cuando, a altas horas de la noche, otros sujetos robaban de las obras vehículos de trabajo y los incrustaban contra el Café Boulevard; o cuando turbas de fanáticos identificaban a un ertzaina de paisano y lo apaleaban sin piedad. Fueron los tiempos más infames de una fiesta mal entendida, amparada en la injustificable permisividad con que obsequiaron los poderes públicos a una cultura antisistema que pretendía enajenar la conciencia colectiva del pueblo vasco, pero que, afortunadamente, empezó a remitir después, como hacen las mareas, incluso las mareas que acarrean plagas de algas o medusas.

Lo que queda ahora es una fiesta que puede ser transgresora sin ser fétida, una fiesta que puede ser agresiva sin necesidad de agredir a nadie. Eso es lo que hemos ido ganando con los años y eso, sin duda, lo que nos merecimos desde el principio. La Aste Nagusia no sólo ha sido testigo del devenir social y político de este país, sino que también ha recibido sus contagios. Los cambios que ha podido haber en ella tenían mucho que ver con los cambios en la sociedad y, también desde esa perspectiva, lo que está ocurriendo ahora es una conversión del modelo festivo a nuevos tiempos sociales, políticos y estéticos. Hasta en esto corren aires nuevos. La Aste Nagusia del próximo año...

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