Del cayuco a las aceras de Madrid
Decenas de inmigrantes han establecido su hogar en los bulevaresy jardines del entorno del Canal de Isabel II
"Mamá, ¿por qué todos los negritos están aquí?", comentó a su madre Alberto, de nueve años, que entrena al fútbol habitualmente en las instalaciones deportivas que el Canal de Isabel II tiene junto a la avenida de Pablo Iglesias. Ante su sorpresa, los bulevares y jardines de la zona por los que está acostumbrado a pasar han sido tomados últimamente por decenas de inmigrantes, en su mayoría subsaharianos. Son recién llegados a la capital que, al no tener un hogar, se han establecido en los bancos del lugar y entre los setos.
"Duermen ahí, porque los veo cuando llego a las seis de la mañana y siguen en el mismo sitio cuando me voy por la noche", comentaba ayer la dueña del quiosco situado en la confluencia entre Pablo Iglesias y la avenida de Reina Victoria.
"Yo no quiero que mi mamá y mi papá me vean viviendo como un perro", afirma Ibrahim
"Duermen ahí, porque los veo cuando llego a las seis de la mañana", dice la quiosquera
La ubicación no es aleatoria. A unos 500 metros del lugar y en la otra acera, en la calle de Juan Montalvo, existe una sede de la Cruz Roja, que alberga la oficina de Atención al Extranjero y un comedor social. Es uno de los primeros lazos que tienen los extranjeros con la ciudad que los acoge.
Es mediodía y apenas hay rastro de los inmigrantes. Pero sus pobres enseres siguen allí. Las copas de los árboles de la avenida de Pablo Iglesias se han convertido en inusuales alacenas con diversos objetos de estos nuevos vecinos del barrio. Allí guardan mochilas y grandes bolsas de plástico, llenas de mantas, ropa y utensilios básicos. Pero también es fácil advertir los mismos bultos entre los setos de los jardines.
Más abajo, en el paseo de San Francisco de Sales, no hay sitio libre en los bancos del bulevar. Aquí y allá, mantas, cartones y plásticos cubren los asientos, también llenos de bultos. Junto a uno de los bancos, alguien ha aparcado su bicicleta y la resguarda del sol con un paraguas abierto y enganchado en el manillar. En el sillín está atada una mochila. En un arbusto, otro inmigrante ha tendido al sol una camisa y una toalla. Y enfrente, varios cartones tapan los enseres abandonados.
Bajo la sombra de un árbol, sentado en un escalón, Abdullah, senegalés de 25 años, pasa la mañana. Vestido impecablemente, con pantalón y camiseta de color beis, cuenta que aún no tiene papeles y que, como muchos compatriotas, vive desde que llegó en la zona. De eso hace dos meses. "Los que estamos aquí no tenemos hogar, así que tenemos que dormir en el suelo", explica, expresándose en francés porque apenas habla castellano.
Abdullah explica que sus compañeros de la calle han ido a buscar "qué comer". Los que tienen vales de la Cruz Roja han acudido al comedor; el resto sale adelante como puede. También cuenta que la razón de que se hayan establecido en este barrio no es sólo la Cruz Roja.
"Cuando nos levantamos podemos ir a Alvarado [unas manzanas más arriba, en dirección a plaza de Castilla], donde por 15 céntimos nos podemos lavar en los baños públicos", cuenta. "Al menos podemos estar limpios para buscar trabajo". Según Abdullah, éste es sólo un sitio de paso: cuando encuentren empleo podrán vivir bajo techo. Pero afirma que la situación está difícil de momento.
En el bar irlandés Canal, en uno de los laterales del paseo, explican que en el bulevar siempre han vivido mendigos. "Pero esta aglomeración es reciente", cuenta un camarero. "Hace cuatro meses comenzaron a instalarse los inmigrantes, justo cuando empezó toda la historia esa de los cayucos". También relata que hace unos días llegó la policía y se llevó parte de los enseres que dejan los subsaharianos tras de sí. "Desde entonces, a mí me parece que hay menos", concluye.
La mayoría de los vecinos consultados asegura que los nuevos habitantes del barrio son pacíficos. "Gracias a Dios, lo único que hacen es ocupar los bancos. Aunque luego no nos podemos sentar", explica Manuel, un anciano que pasea con su nieto en el carrito. "De día no están casi, supongo que irán a trabajar o algo, pero por la tarde se sientan en la acera, bajo la sombra, a tomar el fresco", añade.
Esther, una señora que lleva cerca de 40 años viviendo en Reina Victoria, dice que el fenómeno no es nuevo. "Llevamos más de dos años así", asegura. "Antes estaban arriba [en la calle de Marqués de Lema], pero arreglaron el jardín y desaparecieron. Ésos eran muy violentos y daba miedo ir por ahí. Este verano se han pasado a este lado [el paseo de San Francisco de Sales] y no se puede ni caminar por el bulevar, por el olor y eso. Pero no se meten con nadie".
Según ella, los vecinos de los bloques de viviendas cercanas han denunciado la situación, sin que les hayan hecho mucho caso. "Por la tarde ocupan todo el bulevar de Reina Victoria. No hacen nada, más que esperar sentados", agrega.
Abordar a los inmigrantes no es fácil. Desconfían de los españoles, pero, sobre todo, la mayoría no tiene nociones de castellano. En un banco, un joven que dice llamarse Ibrahim, pero que no ofrece más datos de su nacionalidad o de su procedencia, está comiéndose un trozo de pan, que comparte con un amigo.
Ambos van bien vestidos y aseados. Ibrahim lleva colgada una cadena de oro. Fuera de eso, asegura que no posee nada más en el mundo. "¿No ves que estoy comiendo pan solo? Ninguna de las bolsas que hay por aquí es mía porque yo no tengo nada", dice en francés, mostrando la barra que guarda en una bolsa.
"Llegué hace un mes. Desde entonces he estado buscando trabajo, pero es difícil. El Gobierno español debería ayudarnos y no tenernos aquí abandonados. Los que venimos de África queremos trabajar, pero nadie se ocupa de nosotros. ¿Puedes hacer algo?", pregunta.
Ibrahim no sólo está molesto con las autoridades españolas porque no se ocupen de él, también se queja de que sólo se interesen por su situación los periodistas. "Vienen y nos hacen preguntas. Nosotros somos amables y contestamos, aunque es molesto. Luego nos graban y nos sacan por televisión. Yo no quiero que mi mamá y mi papá, que se han quedado en casa, me vean aquí tirado, viviendo como un perro. A mí eso no me gusta y creo que a nadie le gustaría", espeta en un tono enfadado. Después, da por zanjada la conversación.
Poco a poco, pasa la hora de comer y los inmigrantes van volviendo a los lugares que han escogido para dejar sus cosas. Frente a ellos, Esther comenta: "Yo no sé cómo aguantan tanto el sol. Se pasan así el día, como los caracoles".
Es como si los subsaharianos tomaran posición para ponerse a esperar. Lo que aguardan es una vida nueva que aún tardará en llegar.
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