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Aste Nagusia
Columna
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Fiesta nacional, lucha de clases

Al lector accidental le puede extrañar el título de esta crónica, pero no tanto a quien conozca las inquietudes del cronista. La Aste Nagusia, como todo fenómeno festivo, es un leal reflejo de la sociedad de la que surge. En sus crónicas, el autor dedica todos los años algún comentario mordaz a las corridas de toros, más por la opereta social que las rodea que por el espectáculo taurino propiamente. El año pasado, un periodista ilustre en su reputación profesional y cercano en su cultura a la condición de polígrafo, me resumió de forma sentenciosa una original percepción de lo taurino: la plaza de toros es uno de los lugares donde se escenifica con mayor fidelidad... ¡la lucha de clases!

¿Quién es esa gente que merece una negrita en el coso taurino, pero nunca una noticia en las páginas de economía o sociedad?

Pues algo hay de verdad. En la plaza de toros conviven, con mayor cercanía que en ningún otro emplazamiento, todos los estamentos sociales: desde los humildes empleados del coso, que consiguen un sobresueldo mediante este escuálido trabajo temporal, hasta los más eximios financieros. Se cruzan tasqueros y grandes empresarios, obesas y modelos, plumillas y presidentes de grupos de comunicación, banderilleros y ejecutivas de cuentas.

La plaza, además, agavilla a las distintas promociones de potentados. A las clases emergentes que generan la construcción o el latrocinio se les une la aristocracia industrial que procede del siglo XIX. En algunos medios informativos, inclinados a los morbosos ecos de sociedad, se publican minuciosas relaciones de los asistentes a las distintas corridas de la feria. Por allí asoman, como venidos desde un túnel del tiempo, esos apellidos indeleblemente unidos a los orígenes de la industrialización vizcaína. Uno lee las crónicas sociales de estos días y parece que está leyendo un libro de historia económica de Vizcaya. En la prensa asoman apellidos de abolengo que a uno le suenan, más que nada, por sus lecturas de historia local: unos son muy largos, otros son muy cortos; unos ostentan rancia ascendencia germánica, otros telúrica raigambre euskaldun, pero cuidada grafía castellana.

Durante la Aste Nagusia, los descendientes de aquellos legendarios industriales regresan a Bilbao, siquiera sea con el abono para Vista Alegre. ¿Qué hacen durante el resto del año? ¿Dónde se ocultan? ¿Siguen ligados a los negocios de sus antepasados o vendieron miles de acciones y ahora disfrutan de las rentas? ¿Suelen ir a Marbella? ¿Se resignan a Plentzia o a Mundaka? ¿Quién puede ser tan famoso, o tan poco famoso, como para aparecer en público, pero una sola vez al año, porque acude a la plaza de toros de Bilbao? ¿Qué extraña fama es esa? ¿Qué dimensión pública o privada justifica que alguien lleve una vida anónima, pero concentre la atención de los focos si pone un pie en la plaza? ¿Se basa todo esto en un pasado ilustre o en nuevas y desconocidas razones patrimoniales? ¿Quién es toda esa gente que merece una negrita en el coso taurino, pero nunca una noticia en las páginas de economía o en las de sociedad?

¿Misterios de la prensa? Seguramente no. El cronista divaga acerca de la ciudad y sus habitantes, pero sabe bastante poco de lo que ocurre en su estratosfera. La vida siempre transcurre en otra parte. Y en dinero también.

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