El lío de los conciertos
Los hechos son conocidos, pero ello no exime de iniciar el comentario de estas fiestas con una referencia al notorio desbarajuste. Se había previsto como concierto estrella para esta edición de la Aste Nagusia al grupo The Prodigy. A pocos días del chupinazo, Prodigy se cae del cartel. Para cubrir el hueco el ayuntamiento anuncia al día siguiente la presencia de Madness (al precio de 191.000 euros) pero Madness también cae del cartel. Todos los años ocurren cosas parecidas, si no más graves: el año pasado se suspendió la actuación de Don Omar, que tenía en su país problemas con la justicia, y en el concierto de Lorna no apareció la artista original sino una "sustituta".
La contratación de estrellas para las fiestas de Bilbao se ha convertido en un dolor de cabeza. Las causas de cada desaguisado son distintas, pero siempre se bordea el mismo desastre. A la hora de dar explicaciones asoma una intrincada madeja de contratos, acuerdos y preacuerdos, faxes, correos y llamadas, que tejen y destejen concejales, representantes, empresas promotoras y agencias internacionales. No se entiende nada, pero lo cierto es que al final los grupos no cumplen sus compromisos con Bilbao.
El estilo de utilización del dinero público parece importada de la Roma antigua
La Comisión de Fiestas y los responsables municipales deberían plantearse una reflexión acerca de aspectos de la Aste Nagusia que a lo mejor creen consolidados pero que resultan cada vez más cuestionables. A finales de julio, el concejal Jon Sánchez y otros miembros de la Comisión anunciaron ufanamente que el Ayuntamiento iba a invertir 2.500.000 euros en la Aste Nagusia, con más de 350 eventos gratuitos. Se hablaba de "la oferta lúdica y gratuita más importante del norte de la península"; se hablaba de "un modelo que funciona bien desde 1978 y que por tanto no hay que cambiar".
No se entiende la necesidad de unas fiestas totalmente socializadas, donde el dinero público deba correr con gastos de este tipo. No se entiende por qué debe ser la administración municipal la que propicie la llegada a Bilbao de grupos musicales en la cresta de la ola, grupos que se bastan y se sobran para llenar los estadios de otras ciudades a base de taquilla. Contar con 350 eventos gratuitos (De ellos, 90 conciertos) parece una obscenidad y el pago a un solo grupo de casi 200.000 euros por actuar en Botica Vieja es tan sólo una muestra de la misma obscenidad.
Habría que reflexionar muy seriamente acerca de un estilo de utilización del dinero público que parece importada de la Roma antigua, cuando se ofrecía al populacho pan y espectáculos circenses hasta extremos de puro derroche. Es necesario que el ayuntamiento financie actividades que den lustre a las fiestas y es necesario que cubra aquellos ámbitos que la iniciativa privada jamás llegaría a atender; también es necesario que garantice la higiene, el orden y la seguridad; pero navegar en el proceloso océano de las contrataciones de artistas internacionales debería ser tarea de promotores privados, promotores que se juegan su propio dinero y artistas que se bastan también ellos solitos para ganarse la vida con sus giras concertadas.
Quizás algo de esto debería cambiar, aún a costa de hacer frente a todos los demagogos que aparecerán en el camino.
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