Parecidos y contradictorios
Tardan más en terminar sus estudios, en acceder al mercado de trabajo y en adquirir una vivienda propia. En una Europa que se enfrenta al envejecimiento de la población, compensado en gran parte por el fenómeno de la inmigración, ¿qué futuro les espera a los jóvenes de los países miembros de la UE?
El 1 de enero de 1986 tenía muchas razones para contemplar el futuro con esperanza y optimismo. Mi hijo celebró -sin saberlo- su primer cumpleaños ese mismo día. Y yo, al verle tan risueño, tomé conciencia de la gran alegría y responsabilidad que representa ser padre. También en 1986 crucé el umbral de la treintena, esa edad en que las ansiedades de la primera juventud quedan olvidadas y el futuro aparece como una aventura sin fin. Una aventura que tenía para mí un rumbo bien definido: ya llevaba tres años trabajando para la Delegación de la Comisión Europea en Madrid. Y en 1986, tras la adhesión de España, aprobé la primera oposición de la UE abierta a ciudadanos españoles; desde entonces, trabajo para la Unión Europea en Bruselas y sigo viendo el futuro con esperanza y con optimismo.
Sólo el 40% de los universitarios españoles tiene un trabajo acorde con su nivel de estudios
Por tanto, para mí, en 1986, futuro y Europa eran dos caras de una misma realidad. O, más exactamente, de una misma esperanza. Y en esto -aunque por mis circunstancias personales me encontrara más cerca de las instituciones europeas- creo que me parecía a la mayoría de los españoles, salvo quizá los más contaminados por la propaganda de la dictadura y del Spain is different. Nadie en su sano juicio podía imaginar ni desear un futuro para España al margen de la integración europea. Al contrario: Europa era el símbolo de la modernidad. Y precisamente por ello los jóvenes españoles de 1986 eran profundamente europeístas.
A lo largo de estos 20 años, mi hijo se ha convertido en un adulto con intereses, inquietudes y valores, seguro de sí mismo y cada vez más capacitado para tomar su destino en sus manos. Algo parecido a lo que le ha sucedido a España.
Nuestros prejuicios culturales nos impiden a la vez aceptar críticas de los demás sobre nuestros defectos y reconocer abiertamente nuestras cualidades, pero lo cierto es que la inmensa mayoría de los europeos con los que trato cada día en mi trabajo ven España como un país moderno, seguro de sí mismo, sofisticado, con una gran calidad de vida y un futuro envidiable. Que ha aprovechado asombrosamente las oportunidades que ofrece la UE. España causa admiración por su dinamismo, creatividad y generosidad, y el castellano es sin duda el idioma de moda entre los jóvenes europeos: quieren aprenderlo para divertirse y porque es útil, sin tratarse de una necesidad como el inglés.
Inversamente, para los españoles, la Unión Europea ha dejado de ser una gran esperanza para convertirse en una realidad. Menos emocionante, quizá -como todas las realidades, al compararlas con las esperanzas que las hicieron posibles-, pero más tangible y concreta que entonces. No es de extrañar, pues, que para los jóvenes españoles la UE haya dejado de representar un modelo de sociedad ideal y abstracto para adquirir una connotación más material e incluso oportunista.
Pero no voy a pretender definir qué supone hoy la UE para los jóvenes que nacieron en 1986. Ellos tienen la palabra. Lo que querría esbozar en estas líneas, brevemente y sabiendo que caeré en la trampa de la generalización arbitraria, son algunas ideas sobre las características de los jóvenes europeos y lo que les espera en los próximos años.
Los jóvenes europeos de hoy: todos somos diferentes como individuos. También hay factores que, estadísticamente, distinguen a los jóvenes de un país y otro: los españoles, por ejemplo, están al parecer entre los europeos que consumen más droga, ya sea cannabis, éxtasis o cocaína: sólo les ganan checos, franceses y británicos. También son, con gran diferencia, los más generosos y tolerantes respecto de los derechos de los inmigrantes.
Pero no hace falta ser antropólogo -basta con ser padre- para darse cuenta de que lo más llamativo de los jóvenes europeos es lo mucho que comparten: los mismos valores (amigos y familia), aficiones (lo que cambia es la cantidad de dinero que pueden gastar en ellas), indiferencias (política y religión institucionalizada), dificultades (acceso al mundo laboral y a la vivienda), formas de comunicación (blogs, sms), aspiraciones (seguridad y estabilidad, más que aventura) Las diferencias, cuando existen, no son entre países, sino más bien entre mundo rural y urbano, porque la progresión imparable de la globalización es más rápida cuanto mayor es la densidad de población.
Otra característica interesante y paradójica de la juventud europea es la prolongación de la adolescencia. El periodo de educación de los jóvenes europeos se alarga, y su acceso al mercado de trabajo y a la vivienda se posterga; con ello crecen sus aspiraciones de satisfacción profesional y personal, aumenta su madurez intelectual, pero se alarga esa especie de limbo social en el que un joven, al no participar en el mundo del trabajo, no disfruta plenamente de los derechos y deberes de los adultos. Esta situación refleja lo difícil que es -en todos los países de la UE- hacer compatibles dos imperativos: por un lado, aumentar y mejorar los conocimientos; por otro, acceder lo antes posible al mercado de trabajo, para crear una identidad de adulto, emanciparse y contribuir al equilibrio demográfico.
Tampoco ha cambiado en 20 años la actitud de los jóvenes ante la integración europea: desde siempre, en cualquier país, quieren una UE que les dé seguridad, ideales, valores Pero la UE trata hoy de monedas y comercio. Los jóvenes viven ahora Europa cada día: viajando o disfrutando de becas Erasmus. Sin apasionarse por ventajas materiales que dan por supuestas: ¿quién recuerda hoy aquellos tiempos en que había que parar en la aduana para cruzar los Pirineos?
Siguiendo con las similitudes, hay una constante en toda sociedad y momento histórico: los jóvenes siempre son el futuro. Pero los jóvenes europeos de hoy tendrán que hacer frente a un futuro sin precedentes en la historia moderna, y cuyas consecuencias apenas pueden adivinarse hoy: un futuro de color gris.
Los jóvenes del mañana: ¿nuevos proletarios? Sería temerario hacer previsiones sobre la UE de 2025 o 2050. Prueba de ello es el fracaso de las previsiones de 1986 sobre la UE de 2006 (nadie imaginó siquiera la caída del muro de Berlín). Pero de todos los factores que determinan el futuro de nuestras sociedades, hay uno que, por su naturaleza, se presta mejor a los vaticinios: la demografía.
En 1986 había menos de un millón de españoles mayores de 80 años; hoy hay más de dos millones; en 2050 habrá más de seis. Para cada europeo mayor de 65 años, hay cuatro personas en edad de trabajar que pueden ayudar a financiar su jubilación y su asistencia sanitaria; si el límite de edad de jubilación (65 años) no sube, en 2050 habrá uno de cada dos. Visto de otra manera: la población de la UE en edad de trabajar disminuirá en unos 50 millones de aquí a mitad del siglo. Y el número de europeos con más de 80 años aumentará en 30 millones: un 175% más.
La tasa de natalidad de las mujeres europeas es apenas de 1,5 y no cambiará dramáticamente (y aunque cambie, sus efectos se notarán con retraso), porque ni las aspiraciones de la mayoría de las mujeres de hoy ni el modelo económico pos-industrial son compatibles con una familia numerosa. Por el contrario, la gruesa generación del baby boom tiene hoy entre 45 y 65 años, y empieza a alcanzar la edad de la jubilación; al mismo tiempo, la esperanza de vida de los europeos sigue aumentando: 80 años para las mujeres y 74 para los hombres.
Es cierto que la inmigración introduce un elemento de compensación: España es el mejor ejemplo, puesto que la población de nuestro país ha aumentado en casi un 10% en cinco años. Y se ha rejuvenecido gracias, precisamente, a los inmigrantes. La UE ha superado ya a EE UU como primer país de inmigración (1,7 millones netos en 2005), y las proyecciones -aunque muy poco fiables- anuncian un saldo neto de 800.000 inmigrantes por año en la UE, es decir, un total acumulado de 40 millones de inmigrantes en 2050.
Por mucho que aumenten la fertilidad o la inmigración, el envejecimiento y la dependencia serán con toda probabilidad un reto de magnitud extraordinaria para la UE. Y en especial para los jóvenes que ahora alcanzan la edad adulta.
Esta evolución demográfica refleja en parte el éxito del desarrollo socioeconómico y cultural de la UE, pero también suscita temor: corre el riesgo de romperse la solidaridad entre generaciones, pieza esencial del modelo social europeo. Si aumenta dramáticamente la tasa de dependencia, ¿existirán pensiones y sanidad decentes? Estos jóvenes que hoy describen en estas páginas su visión de Europa, ¿estarán dispuestos mañana a pagar más impuestos y jubilarse más tarde para subvencionar la calidad de vida de sus padres, y a la vez a competir con los cuatro millones de licenciados que salen cada año de las universidades de China e India?
En el año en que yo nací, en 1956, se licenciaba el 10% de los españoles -casi todos ellos, varones-, dando lugar a una generación convencida de que estudiar garantizaba el futuro. En 1986, el porcentaje de licenciados sobrepasó el 30%, con cada vez más mujeres, afortunadamente; la consecuencia es que no hay trabajo para todos, y cuando lo hay, es precario. No es casualidad que el neologismo más acertado en lo que llevamos de siglo sea el de mileurista: define perfectamente una nueva categoría social. Sólo el 40% de los universitarios españoles tiene un trabajo acorde con su nivel de estudios, y la tasa de paro entre los titulados de 24-35 años es del 11,5% (casi el doble de la media de la UE).
Los europeos nacidos antes de 1986 tuvieron una juventud dorada de progreso que les hizo creer que vivirían mejor que la generación precedente. Los jóvenes de hoy saben, o intuyen, que las cosas probablemente no serán tan fáciles. Y que ni siquiera la educación protege contra la incertidumbre del futuro. En el siglo XIX, los agricultores eran los desheredados de Europa: privados de derechos, de participación en la vida pública y de futuro, víctimas de la precariedad e incertidumbre; en el siglo XX fueron los obreros sin especialización del sector industrial y terciario; quizá mañana sean los jóvenes.
¿Qué ofrece Europa a los jóvenes?
Para evitar esta proletarización, los retos para los jóvenes de cualquier país europeo son tan similares como sus aficiones: reducir el abandono escolar y mejorar el interés por la educación, promover la adquisición de conocimientos especializados, mejorar la conexión entre educación y mercado de trabajo, mejorar las condiciones sociales para que las mujeres tengan los hijos que desean y no solamente los que se pueden permitir. Retos comunes que requieren respuestas comunes de la UE, que está despertando paulatinamente: hace apenas unos meses, España, Alemania, Suecia y Francia propusieron un "Pacto europeo por la Juventud".
La UE de los próximos veinte años tendrá que inventar un nuevo modelo de solidaridad entre generaciones, y una respuesta a los nuevos riesgos sociales que deben afrontar, aunque en medida diferente, los países europeos. Sea cual sea la oferta de la UE, hay una realidad política innegable, puesta en evidencia en el debate sobre la Constitución europea: los jóvenes no quieren abandonar el modelo de solidaridad y el Estado de bienestar que distingue a Europa del resto del mundo.
Ante un futuro tan incierto, y como cualquier padre, a veces me pregunto qué le depara la vida a mi hijo Adrià. Y si mi mujer y yo habremos sido capaces de proporcionarle -a él y a su hermana Julia- los medios que necesitarán para hacer frente a un mundo cada día más complejo. Sé que todavía no hay respuesta a esa pregunta: pertenecen a una nueva generación de europeos con más oportunidades que nunca, pero también con más incógnitas e incertidumbre. Espero que nosotros, el mundo de los adultos, y en especial la Unión Europea, no les defraudemos.
Xavier Prats Monné es sociólogo. Nació en 1956, y desde 1986 trabaja en las instituciones europeas en Bruselas.
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