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Columna
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Madrid y las estrellas del Sinaí

El Sinaí no es una gran montaña. Ni siquiera es la más alta de la península a la que presta el nombre. Sus 2.300 metros escasos no pueden competir con los picos de las grandes cordilleras del planeta y, sin embargo, su cumbre está muy cerca del Cielo. El Sinaí fue, según la Biblia, el lugar escogido por Dios para entregar a Moisés las Tablas de la Ley, el mismo donde se le apareció en forma de zarza ardiente. Hay algo extraordinario en esa cumbre, algo prodigioso que cuando trepas te sientes capaz de tocar las estrellas. Tendrá a buen seguro una explicación científica, tal vez algún fenómeno óptico producido por las especiales condiciones lumínicas de un monte que se alza en el desierto. Lo cierto es que, a diferencia del cielo plano y sin relieves, el del Sinaí se ve en tres dimensiones. Subirlo por la noche es una experiencia ardua, pero fascinante. Una experiencia que te reconcilia con el Cosmos. Durante el día, Madrid tiene también un cielo especial. Habituados a él no siempre sabemos apreciar ese azul que lavan los vientos del Guadarrama y al que jaspeado por las nubes llaman velazqueño. Por el contrario, de noche aquí no se ve casi nada. La contaminación lumínica apenas si te deja contemplar la luna y un puñado de astros. Es como si la luz artificial quisiera reprimir las miradas al infinito y aplastarlas contra el pavimento. Ignorar el Universo nunca pareció un precio demasiado alto por ver mejor el suelo que pisamos.

El Ayuntamiento de Madrid quiere ahora rebajar la intensidad de la luz y no sólo para recuperar algunas estrellas. En el Gobierno municipal le han declarado la guerra a los neones con el objeto de ahorrar energía y adecentar la imagen del paisaje urbano. Son 120.000 los rótulos publicitarios iluminados por fluorescentes que abrasan la noche de la capital. Un derroche de gases nobles para una estética innoble que algunos, sin embargo, han defendido con vehemencia por entenderla propia de una ciudad viva. No es mi caso. Los anuncios de neón siempre me parecieron horteras y son pocas las excepciones que pasarían mi particular examen. Confieso que lo haría el anuncio de Schweppes que el Ayuntamiento indultó en la Gran Vía y lo haría por pura añoranza, le he visto allí durante tanto tiempo que ya no concibo la plaza del Callao sin él.

Me ocurrió con el anuncio del Piaget que iluminó esa torre de la esquina de Alcalá con Gran Vía inmortalizada por Antonio López. Me lo cambiaron hace años por un luminoso de Rolex y todavía ando un poco perdido. El otro gran indultado por decreto municipal ha sido el anuncio de Tío Pepe en la Puerta del Sol. Toda una reliquia comercial de la España cañí que a diferencia del toro de Osborne logra sobrevivir con el nombre de González Byass incluido. Puedo entender esa indulgencia aunque mis neuronas tengan más presente un anuncio de medias que se alzaba antaño en el lado opuesto de la plaza. Eran dos luminosas piernas que se abrían y cerraban incesantemente para mayor gloria de Berkshire.

Otro que alojo en el recuerdo es el de la hucha gigante que coronaba el edificio de la Caja de Ahorros en el Paseo de Recoletos. A pesar de que una fluorescente moneda entraba cada cinco segundos, aquello nunca se colmaba. En realidad el Madrid del neón sólo tuvo encanto en la Gran Vía. Allí, en la plaza del Callao trató de emular a Broadway sin competir con el mal gusto de Las Vegas.

Lo que en su día fue símbolo de modernidad se ha quedado anticuado por el empuje de otros procedimientos publicitarios más efectistas como el láser o el vinilo. La normativa municipal pretende achicar en tamaño e intensidad los cartelones que coronan los grandes edificios de la ciudad, una medida que lamentarán los propietarios de inmuebles que tanta pasta le han sacado a sus tejados a costa del paisaje urbano. Habrá también restricciones para las cruces verdes de las farmacias. En lugar de una botica, esas aparatosas cruces destellantes parecen anunciar una cadena de puticlubs. Esta batalla contra el neón contribuirá, sin duda, a serenar la imagen de la ciudad pero no añadirá muchas estrellas al firmamento de Madrid. Quien quiera contemplarlas habrá de alejarse y buscar montañas que neutralicen el hongo lumínico de la metrópoli. Aunque no las toquen como en el Sinaí, el espectáculo siempre merece la pena.

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