¿Quién habla, la persona o el alcohol?
Hace unas semanas, el famoso actor australiano Mel Gibson fue detenido por conducir borracho y a 160 kilómetros por hora en Malibú, la lujosa ciudad costera de California. Los policías encontraron una botella de tequila a medio consumir en su automóvil. Durante el forcejeo del arresto, Gibson soltó una sarta de improperios antisemitas del tenor de "los judíos son los responsables de todas las guerras en el mundo", profirió groserías machistas contra una mujer policía y amenazó al oficial encargado de su detención con tomarse la revancha. Cuando los vapores del tequila se disiparon -según la policía, su alcoholemia era de 1,2 gramos por litro, más del doble de la tasa de embriaguez-, el actor pidió perdón públicamente y declaró sentirse abochornado "por decir cosas despreciables que no son verdad". Días después, ya en un centro de desintoxicación, señaló compungido: "Estoy en el proceso de entender de dónde surgieron esas terribles palabras que dije durante mi estado de embriaguez".
¿Quién habló realmente en Malibú, la persona o el alcohol? Ésta es ahora la pregunta que se hacen los agraviados por la invectiva de Gibson al plantearse si perdonarle o no, y quienes cuestionan el carácter y la sinceridad del célebre actor.
Bastantes comentaristas han recurrido al dicho latino in vino veritas -"cuando se bebe se dice la verdad"- y afirman convencidos que las personas tienden a expresar lo que verdaderamente piensan cuando están bajo la influencia del caldo. Todos alguna vez hemos comprobado en nosotros mismos o en algún ser querido que el alcohol nos hace decir cosas que en estado de sobriedad no diríamos. En estas circunstancias, comprendo a quienes recurren a los versos que el escritor andaluz Pedro Muñoz Seca puso en boca de Don Mendo cuando éste se justificó: "Que no fui yo, no fui, fue el maldito cariñena que se apoderó de mí...". De hecho, se acepta desde tiempos inmemoriales que el morapio no sólo colorea nuestro lenguaje, sino que influencia de forma determinante el comportamiento humano. Por ejemplo, según relata la Biblia (Génesis 19,31), las dos hijas de Lot, preocupadas porque ningún hombre del pueblo de Soar las iba a fecundar, emborracharon con vino a su padre para tener relaciones sexuales con él. Y "sin que Lot se enterase de cuándo ellas se acostaron ni cuándo se levantaron", ambas doncellas quedaron encintas de su padre y dieron a luz sendos hijos.
El alcohol de cualquier bebida, en cuestión de segundos es absorbido por los pulmones, la mucosa bucal y el estómago, y viaja en el flujo sanguíneo. Una vez en el cerebro, el centro estratégico vital del ser humano, reduce la actividad de la zona prefrontal encargada de moderar las manifestaciones exteriores de lo que uno desea, siente y piensa. El resultado es el debilitamiento de las inhibiciones psicológicas de la persona, para bien o para mal.
En las naciones de Occidente, donde tomar copas es una actividad tan aceptada y cotidiana como la puesta del sol, muchos hombres y mujeres usan la bebida en dosis moderadas como "lubricante" de sus relaciones sociales. La desinhibición que produce les añade espontaneidad o soltura y les ayuda a ser más afables y simpáticos. Este uso es muy antiguo, pues según la mitología, Dioniso, el dios griego del vino -conocido en el mito romano como Baco-, representaba las cualidades sociales beneficiosas del zumo fermentado de las uvas exprimidas. No obstante, hay gente que tiene mal vino. Para estas personas, normalmente agradables y sensatas, un par de tragos es suficiente para ponerles de un humor cargante, fastidioso, o incluso convertirles en seres suspicaces y agresivos.
Los efectos venenosos del alcohol dependen de la cantidad ingerida, del peso, de la capacidad para metabolizar la sustancia y del estado de ánimo del consumidor -en situaciones de estrés o de frustración, las consecuencias son más gravosas-. En todo caso, el consumo en suficiente medida saca al bebedor de sus cabales. Como inciso recordaré que el alcohol es un ingrediente fundamental a la hora de explicar las muertes prematuras por enfermedades crónicas, accidentes y actos de violencia.
Durante los estados de intoxicación etílica se inhabilitan las facultades mentales que nos definen como persona. En concreto, se apaga la luz de la introspección y se desconectan las aptitudes "ejecutivas" encargadas de proteger la voluntad, de sopesar el impacto de las decisiones y de gobernar nuestros impulsos. Igualmente, se desenchufa la parte de la mente que se conoce en psicología por superego o la conciencia moral que templa las pasiones. Como estas capacidades directivas no se solidifican hasta pasada la adolescencia, cuando las perdemos nos exponemos a exteriorizar sin ningún tipo de filtro o censura los arrebatos más infantiles, irracionales y obscenos.
No cabe duda de que la persona intoxicada es responsable de haber bebido en exceso y está moralmente obligada a resarcir a los ultrajados por sus palabras o hechos. Pero no es menos cierto que el alcohol tiene el poder de implantar en las mentes de los consumidores ideas y actitudes contrarias a sus principios y de hacerles desbarrar en términos incompatibles con sus creencias.
Por todo esto, sospecho que quien habló en Malibú no fue Mel Gibson, la persona, sino una marioneta de Gibson manipulada por el alcohol.
Luis Rojas Marcos es profesor de psiquiatría de la Universidad de Nueva York.
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