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Columna
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Huevos fritos

Los madrileños tienen fama de personas impresionables, pero de flaca memoria. Lanzad cualquier bulo al aire y será sabido y asimilado por la mayoría, pero las amonestaciones o prevenciones de carácter general tienen poca vida en la memoria colectiva. Como ilustración frívola está ese sonrojante baldón de que, avanzando por el siglo XXI, aún pueda darse el timo de la estampita y sea posible que unas docenas de miles de ciudadanos aquí y grandes cantidades en el resto de España sean objeto de operaciones tan poco dudosas como la que se encuentra en curso, la de los sellos de Correos. No hay aún sentencias judiciales, que llegarán cuando no haya más que damnificados y perdedores, pero la opinión estaba prevenida por voces aisladas, antes, y por una avalancha de información posterior. Poco me extrañaría que hubiera aún personas que confiaran sus ahorros a estos despabilados que ofrecen duros a cuatro pesetas. Deberíamos aprender de los catalanes, cuyo natural prudente y desconfiado rechazó la oferta de duros a cuatro pesetas que, como broma, montaron unos geniales artistas a principios del siglo XX. Anécdota archiconocida: Santiago Rusiñol y Rubén Darío, que tenían tiempo para todo, incluso para gastar bromas al personal, extendieron una manta en la acera de las Ramblas barcelonesa, desparramaron sobre ella unas cuantas relucientes monedas de cinco pesetas y pregonaban a gripo pelado: "¡Duros a cuatro pesetas, compren, gran ocasión, duros a cuatro pesetas!". Estuvieron un buen rato, los viandantes se detenían un momento, les miraban con aire desconfiado y seguían su paseo. No vendieron ni uno y eran perfectamente legítimos.

Pues en Madrid se han vendido desde cuadros del Museo del Prado hasta el tranvía más moderno que circuló, poco antes de la retirada de este formidable medio de locomoción urbana. En las ferias de ganado del siglo XIX tenía éxito el espectáculo que se anunciaba como ¡La caraba!, una vieja mula que ya no araba. O el monstruo equino que tenía el rabo donde los otros tenían la cabeza y era un paciente burro con la cola amarrada al pesebre.

Las personas mayores conocían de sobra estas chuscadas que, a lo sumo, aligeraban de unas monedas de cobre a los crédulos. Hubo, más tarde, la estafa de las granjas avícolas, de las colmenas, los préstamos piramidales y, para colofón, este percance filatélico. Pues bien, en esta ya monumental Villa, aunque nada tenga que ver con actividades delictuosas, ni siquiera con el temor a la llamada peste aviar, me cuenta un amigo, que en pleno mes de calor veraniego no consiguió, en un restaurante del montón, algo tan elemental como un par de huevos fritos.

"El lugar", me dijo, "no es barato ni caro y muy céntrico. Para evitar aventuras gastronómicas con los productos perecederos, descarté el menú y solicité dos platos, que me parecían fáciles y accesibles: un gazpacho y un par de huevos fritos con patatas fritas. El camarero volvió al poco para informarme de que no había huevos: ni fritos, ni escalfados, ni a la flamenca, ni siquiera cocidos o pasados por agua. Me produjo tanta sorpresa como si en una trattoria napolitana me informaran de carecer de spaghetti. La respuesta, en Estocolmo, en Chicago, en Budapest, en Marsella o en Detroit no hubiera sido sorprendente, pero, según me comentan, el caso no es único, ni siquiera raro".

Mi amigo estaba escandalizado. "¿Qué sería, histórica y sociológicamente, de España si uno no puede tomarse un par de huevos fritos o una tortilla de patatas, sin menospreciar otros platos regionales?... El huevo frito en aceite dosificadamente caliente, con o sin puntilla, cóncava y dorada la yema, a veces gloriosamente rojiza, era una representación, modesta pero firme, de nuestra patria, bastante más arraigada que cualquier mascota olímpica o no, y que todas las ofertas de hamburguesería. Puede tomarse aquí, en Galicia, en Andalucía, en las dos Castillas, Extremadura, el propio País Vasco y en ambos archipiélagos, triunfante de las diferencias y particularidades autonómicas". No encontré palabras para compensar a mi amigo del disgusto que le habían propinado. Cuando, al día siguiente, vi a mi asistenta, la rogué que comprara una docena, con el propósito de invitar a mi amigo. Me contestó: "Veré si los encuentro de confianza".

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