Dos veces héroe
El oficial victoriano Walter Hamilton murió a los 23 años acumulando actos de valor
Del valor de Walter Hamilton no cabe la menor duda: no llegó a lucir la condecoración que le concedieron por un acto de extremo coraje porque ya le habían matado mientras realizaba otro. Claro que tanto arrojo le supuso diñarla a los 23 años escasos. En fin, ya decía el general Lasalle, el endemoniado húsar favorito de Napoleón, que no morir antes de los 30 años te convierte en un canalla (él, Lasalle, llegó a los 34, pero le redimió vestir pantalones de mameluco y recibir un balazo entre los ojos en la batalla de Wagram).
Walter Hamilton me ha obsesionado desde que -con la misma edad que tenía él al despedirse dramáticamente de la vida un polvoriento mediodía en Kabul- leí Pabellones lejanos (Plaza & Janés, 1980 -hay nueva edición en Belacqua-), la romántica novela de M. M. Kaye sobre el Cuerpo de Guías y la frontera del noroeste en la que aparece el valiente oficial como personaje secundario.
En la carga de caballería en Futtehabad no vaciló en rescatar a uno de sus hombres derribado, para lo que tuvo que deshacerse de tres enemigos con el sable
Era alto, atractivo -para quien le guste el tipo de oficial victoriano-, excelente jinete y jugador de polo. Consiguió ingresar en los Guías de Peshawar
Hamilton y yo, sin embargo, no llegamos a encontrarnos físicamente hasta el pasado 28 de febrero, cuando me di de bruces con su estatua en el National Army Museum de Londres, en Chelsea, un lugar que destila tanto heroísmo que hasta te mareas.
Me sorprendió que la estatua estuviera allí, junto a los pantalones del capitán Coventry con los agujeros que le hicieron los bóers en el Transvaal, el traje de gala del mayor Somerville en el 11º de Lanceros y una azagaya zulú, porque no la había visto en mis anteriores visitas. Se ve que la ha donado recientemente la Royal Dublin Society. Seguramente les ocupaba mucho espacio. Me acerqué impulsivamente a estrechar la mano de bronce de Hamilton, cosa difícil porque empuña un sable, y eso hizo que me llamara la atención el vigilante, que ya me había advertido por acercarme demasiado a la corneta usada por la caballería ligera en Balaclava.
"Teniente Walter Richard Pollock Hamilton, Cuerpo de Guías de la Reina, Cruz Victoria, caído en la defensa de la Residencia de Kabul, el 3 de septiembre de 1870", reza la placa del memorial. "Por esta valiente acción es recordado". En la escultura, recreación romántica de los últimos momentos de Hamilton, al joven oficial se le ve esgrimiendo además un revólver y con un guerrero afgano bajo sus botas. Supongo que en ese postrer episodio iría en realidad algo más despeinado.
Nuestro héroe nació el 18 de agosto de 1856 en Instigoe (Irlanda), en el seno de una familia con posibles y descendiente del general sir Frederick Pollock, que les dio para el pelo a los afganos en la Primera Guerra Afgana (a Walter lo mataron en la Segunda, así que puede considerarse un empate). El cuarto de siete hermanos, se educó en Felstead y en la inevitable escuela militar de Sandhurst y fue comisionado en el 70º Regimiento en la India. Era alto, atractivo -para quien le guste el tipo de oficial victoriano-, excelente jinete y buen jugador de polo. En Rawalpindi conoció a Wigram Battye y consiguió ingresar en los selectos Guías.
Una palabra sobre los Guías, los halcones del Jyber: ni siquiera los que sentimos una inconfesable pasión por los Lanceros de Bengala podemos sustraernos al encanto de ese cuerpo d'elite cuyas peripecias se diría salidas de la más desaforada novela de aventuras. La unidad fue creada en 1846, en Peshawar, por Harry Lumsden, el beau sabreur del Punjab (véase Soldier sahibs, de Charles Allen. Londres, 2000), como una fuerza especial de hombres decididos capaces de desplegarse con rapidez, de guiar a las tropas regulares en territorio hostil y de recoger información, a menudo infiltrándose peligrosamente en zona enemiga. Los jefes eran británicos y el resto nativos de las más variopintas tribus guerreras, en su mayoría rudos pastunes, pero también afridis, gurkas, sijs y hazaras; vamos, lo mejor de cada casa. Fue la primera unidad del Ejército británico en abandonar el escarlata de los uniformes por el caqui que los hacía invisibles en el desabrido paisaje de la frontera afgana, y se hicieron tan populares que para ingresar había lista de espera. Rough and ready (toscos pero eficaces) era su lema
En esa obra reverenciable que es The story of the Guides, del coronel Younghusband (Londres, 1908), se puede hacer un emocionante recorrido por las hazañas del cuerpo. No tenemos aquí espacio para detallar el valor del duffadar Fatteh Jan, la captura del fuerte de Gorindghar, la lucha contra los fanáticos de Sittana o el rescate de Chitral, pero vaya ahí nuestro homenaje: ¡shahbash! (¡bravo por ellos!).
Cuando Hamilton, young blood, ingresó en los Guías no imaginaba que escribiría no una sino dos de las páginas más gloriosas del cuerpo. La primera fue en la batalla de Futtehabad. Cuando su amigo Battye fue alcanzado al frente de la caballería de los Guías, Walter tomó el mando y lanzó una carga que desbarató a los afganos. Durante la subsiguiente melée tuvo tiempo de rescatar a uno de sus hombres, para lo que tuvo que deshacerse de tres enemigos con el sable -nunca se valorarán suficientemente unas buenas clases de esgrima-. Por esta acción ganó la preciada Cruz Victoria. Pero sin tiempo a recibirla, partió para Kabul como jefe de la escolta, compuesta por Guías -25 de caballería y 50 cipayos-, del enviado británico sir Louis de Cavagnari, cuyo último mensaje desde la Residencia en Kabul, la víspera de ser masacrados hasta el último hombre, ha pasado a la historia por su clarividencia: "Por aquí todo bien".
Murió hasta el trompeta
Instalarse en la capital afgana y ser asesinados se había convertido por entonces casi en una rutina británica. Esta vez los regimientos del emir de turno (Ayub Jan), faltos de paga, rodearon la Residencia en el Bala Hissar con ganas de gresca y exigieron oro antes de lanzarse al ataque. Hamilton y los suyos no pudieron hacer más que morir heroicamente en plan Jartum, pero lo hicieron a conciencia, llevándose por delante centenares de afganos. Es difícil saber cómo transcurrió el drama porque de los de la Residencia no se salvó ni el trompeta (Abdullah), pero parece que Walter protagonizó una salida para capturar un cañón y fue muerto mientras lo arrastraba. La resistencia numantina de esa band of Guides se convirtió en una leyenda y a Hamilton hasta le pusieron una calle en el cuartel de los Guías en Mardan.
En una corta y marcial vida así parece difícil hallar una brecha para la identificación, sobre todo si uno no es irlandés ni valiente. Pero Hamilton no fue sólo el héroe solar del valor a espuertas. Era simpático, se dejaba llamar Wally, y entre batalla y batalla tuvo tiempo de cabalgar hasta Beymaru, lugar de una vieja matanza, y escribir un lúgubre poema, como si supiera que la gloria de bronce se paga con libras de la propia carne. Y que eso nunca es buen negocio.
De la fosa a 'Pabellones lejanos'
LA CABEZA DEL ENVIADO británico Cavagnari fue paseada en una pica por el bazar de Kabul (capital de Afganistán) y los cadáveres de los Guías masacrados en la Residencia acabaron arrojados a una fosa a cielo abierto y sirvieron de carroña para perros y buitres. Al regresar los británicos a la ciudad, sólo se pudo identificar de manera aproximada un cráneo del contingente, el de un sij, por las guedejas de pelo. Cosas así te quitan las ganas de ser un héroe. Sin embargo, en la inolvidable Pabellones lejanos, M. M. Kaye imaginó un final más romántico para Walter Hamilton. Su amigo, el ficticio Ashton Pelham-Martyn -el verdero protagonista de la novela-, recoge el cuerpo del joven oficial, que no ha sido mutilado por respeto de los fieros afganos hacia su valor (una bonita licencia literaria, porque los sufridos asaltantes no debían
estar para sutilezas), y lo coloca sobre el cañón que había intentado capturar.
Kaye trata con sumo afecto a Hamilton -su descripción de la batalla en la Residencia lo presenta como un Roland victoriano-, pero en ello no hace sino seguir el canon hagiográfico de los Guías, a los que la buena de Kaye, de alguna manera, pertenecía. Efectivamente, Mary Margaret Kaye, Mollie, que falleció en 2004, había nacido en Simla en 1908 y era hija de sir Cecil Kaye, funcionario del Raj, y esposa de Goff Hamilton, condecorado oficial del Cuerpo de Guías y descendiente de Walter Hamilton. Kaye nunca perdió contacto con la India y ayudó decisivamente en la célebre versión televisiva de Pabellones lejanos (de la que también se hizo un musical) al conseguir 50 elefantes del maharajá de Jaipur para el rodaje.
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