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Reportaje:POSTALES DE VERANO | Aín

La primera letra del alfabeto

Hace unos años Eliseu Climent me contó una anécdota que inmediatamente me prometí convertir, un día, en material de periódico. Ese día ha llegado. Los que vemos la vida en forma de artículo de prensa tenemos manías como esa, aunque hay vicios peores. Eliseu me explicó que cuando era joven y el País Valenciano era una metáfora aproximadamente revolucionaria un día abrió la Enciclopèdia Catalana por la letra A, buscó el primero de nuestros pueblos y cuando leyó "Aín" cogió una mochila y se dispuso a descubrir ese topónimo enigmático como un peregrino encaminado hacia la auténtica luz.

Por aquel entonces Benidorm aún no había dejado de ser un pueblecito de pescadores, así que cabe imaginarse Aín un poco como lo que todavía es: una breve emergencia blanca en medio de la fiereza vegetal de la Serra d'Espadà. Eliseu Climent era uno de los notables de una generación que tuvo que inventarse un país para no sucumbir ante la mediocridad provinciana del franquismo fallero, y aunque perdieron la transición su victoria moral está fuera de toda duda. Aún hoy no hay ningún proyecto alternativo que pueda rivalizar ética o estéticamente con el proyecto fusteriano, al que las clases dirigentes deberán volver algún día cuando tengan que elegir entre ser la cuneta de Europa (el lugar por donde no pasan los trenes) o formar parte de su pelotón de cabeza. El día que este país se encuentre a sí mismo, algunos gerifaltes de mucho renombre descubrirán que tienen una deuda con gente como Climent, y entonces habrá cola para depositar tarjetas de visita en su casa de Aín.

En Aín, tanta energía mental forma como una gran orla entre el campanario y el cielo

Y es que Eliseu, como es lógico, acabó empadronándose en el pueblo adonde le llevó una juventud exploratoria. Como todos los espíritus urbanos (y él lo es, aunque naciera en Llombai), necesita ese refugio entre alcornoques para desintoxicarse del mundanal ruido. No es el único vecino ilustre entre sus 149 habitantes. Por allí moran también el profesor Vicent Franch o el vicepresidente de la AVL, Josep Palomero.

Franch intentó jugar al doble o nada, y por eso se presentó a alcalde por el BNV. Salió elegido, por supuesto, aunque eso sólo le ocasionó cuatro años de dolores de cabeza. Con su espíritu de ilustrado con peluca blanca y su ego a salvo de cualquier contratiempo, intentó adaptar la aldea ancestral a los nuevos tiempos, pero el vecindario decidió pagarle con una incomprensión estricta, cuando no con la enemistad manifiesta. No se presentó a la reelección.

Palomero se lo coge con más calma. Se limita a labrar su huerto -él, que tiene manos de pianista- y soñar con volver a ser novelista, aunque ahora su principal vocación es autoconvencerse de que el dialecto valenciano merecería ser una lengua, y así contentar a los que no lo hablan ni lo escriben, pero encienden cirios en pro de su pureza.

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En Aín, donde el tiempo parece suspendido, tanta energía mental forma como una gran orla entre el campanario y el cielo. Como todos los lugares mágicos, sus aguas son abundantes, y eso siempre resulta estimulante en un país en proceso de desertificación galopante. Para escapar del mar, nada como una isla. Y Aín lo es.

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