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Fiestas de La Blanca
Columna
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Pío Baroja y los godos

Don Pío, a pesar de haber nacido en Sansestabien, se sentía más guipuzcoano que donostiarra. Su primer apellido, desaparecido el patronímico Martínez, era alavés; el segundo, italiano; el tercero, sólo interesa a los genealogistas. Aunque vivió en la capital del Viejo Reyno y utilizó Estella y otras localidades vasconavarras para sus narraciones hizo de Itzea -en Bera- su refugio, la morada de un imaginario paisito que él soñaba sin curas, sin carabineros... y sin moscas.

Varios años después, Mario Vargas Llosa todavía recordaba un versito que recitaban en su Lima natal hace medio siglo, cuando ingresó en la centenaria Universidad de San Marcos: "¿Conoces el país donde no existen las putas, los ladrones ni los curas?". Al escritor hispanoperuano le parecía que "ésa era la sociedad ideal". Pero, mucho me temo que las meretrices y los pantojos no desaparecerán del planeta hasta el día del juicio... final. ¿Y las... cojoneras?

Corre 1821 cuando llegan a 'Guaysteiz' las estatuas de los visigodos y se colocaron en el parque de la Florida

A menudo nos ponemos solemnes para hablar de la Historia y de las Tradiciones, y luego tanto una como otras están repletas de minas, de sectaria memoria, y de subjetividad. Un ejemplo: en el siglo de las Luces y la Razón -aunque no habían llegado las farolas ni los champús anticaspa- se esculpieron las estatuas de todos los reyes españoles para el madrileño Palacio de Oriente, pero por azares del destino terminaron lejos del emplazamiento previsto. De tal suerte que unos cuantos monarcas ocuparon algunos parques y paseos, varios bajo nombres supuestos, de Vitoria, Pamplona o Burgos.

Corre el año 1821 cuando llegan a Guaysteiz las estatuas de los visigodos y se colocaron en el redondel del parque de la Florida. La gestión la había realizado el marino Ignacio María de Álava. Cada estatua embalada pesaba trece toneladas. Fueron las imágenes de Ataulfo, Teudio, Sigerico y Liuva I, y ninguna de ellas tenía relación con la capital vasca ni -que sepamos- con la música. Actualmente se encuentran restauradas alrededor del quiosco donde se desarrollan conciertos y verbenas.

Uno se imagina al inmarcesible bardo Donnay, después de memorizar la lista de los reyes godos, escribiendo sus coplillas al barrio de San Martín, al viejo Molino y las hazañas del Glorioso Deportivo; a Baroja bailando Paquito, el ladrillero junto con un ex seminarista y después tomar notas -que no copas- para El cura de Monleón o bailando un agarrao con Pisqui, la tonadillera... Si bien es verdad que entonces algunos se sabían alguna estrofa de La Internacional, tarareaban el Himno de Riego, y terminaban la velada con una habanera como La Paloma, de Sebastián Iradier.

Hasta que llegaron los top y el joven Bob Dylan, que tanto agradaba al malogrado Carlos Pérez Uralde, nos dijo que los tiempos estaban cambiando. Tanto que Loquillo ya no parece troglodita, Coti podría ser el yerno perfecto y Víctor y Ana abren la muralla de las vías férreas para tomar las últimas katxis con Potemkin en la zona del campus y luego leer -¡qué Pereza!- Cuaderno de godo de Aldecoa.

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