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Reconciliación en libertad

"Todos debemos retirarnos relativamente jóvenes", dijera Fidel Castro al periodista estadounidense Lee Lockwood en 1965. A Cuba le ha costado muy caro la incapacidad del Comandante de regirse por lo que afirmaba entonces, pero también a su legado. La Historia probablemente no lo absolverá.

El traspaso temporal de sus responsabilidades pone de manifiesto que Fidel seguía metido en todo. Raúl Castro y ocho individuos más ahora desempeñan sus labores en el Partido, las Fuerzas Armadas, el Estado, la salud, la educación, la energía y las finanzas. Asimismo, en la proclama de relevo salta a la vista la ausencia de la economía. A Fidel siempre le han importado más las batallas contra el imperialismo que los cubanos de a pie y sus aspiraciones mundanas.

La era de Fidel se está apagando. Sin él, a los cubanos -en la isla y en la diáspora- se nos presenta la oportunidad de dotar a nuestra política de un amplio y fuerte centro donde normalmente se dialoga y se llega a acuerdos. La polarización es perversamente fácil de mantener: no exige que nos veamos abocados a tomar decisiones difíciles. Para convivir en paz, hay que abandonar las barricadas.

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Sólo la democracia podrá abarcar y encauzar la diversidad y el pluralismo entre nosotros. Sin embargo, si el traspaso se tornara permanente, Raúl y los sucesores podrían emprender reformas económicas que disminuyan las tensiones materiales de la vida cotidiana. Sólo así lograrían un respiro para estabilizarse -por cuánto tiempo, nadie sabe-, pero, además, le devolverían al país una cierta normalidad. Aunque no sería un Estado de derecho pleno, le reconocería a los cubanos derechos económicos nada despreciables. Sería también un primer paso para recuperar no el apoyo, sino la voluntad popular de escuchar al Gobierno luego de larguísimos días y noches de zumbidos ideológicos.

La escasez no es, por supuesto, el único mal que atormenta a Cuba. Fidel se ha aferrado al poder sin tregua y, por tanto, su forma de hacer política nada entiende de diálogo ni de escuchar ni de ceder. Su círculo político más íntimo se ha formado a la sombra omnímoda de la prepotencia y pronto quizás se encontrará desvalido ante el escenario inédito de la sucesión. Por el contrario, Raúl -si bien desde el polo opuesto a la democracia- ha sido un hombre de instituciones. El Ejército cubano es obra suya. En los últimos meses ha ido haciendo cambios importantes en el Partido Comunista al que declaró el verdadero sucesor de Fidel. La sucesión podría entrañar cierta normalidad política.

Estados Unidos y Cuba llevan enfrentados hace casi medio siglo. Una Cuba sin Fidel le ofrecería posibilidades a ambos para ir rompiendo el círculo vicioso. Hace poco, la Administración de Bush presentó su segundo informe sobre la transición en Cuba. Si bien mejorado de tono, aún manifiesta una necesidad compulsiva de pronunciarse sobre los más mínimos detalles. Me eriza pensar que la Administración responsable de Irak pretenda asesorar a una Cuba democrática. Para Washington, la sucesión es inadmisible y no ofrece otra cosa que más de lo mismo.

Los sucesores también intentarían mantenerse en sus trece. Ellos, sin embargo, se verían forzados a actuar rápidamente en el frente económico y así ensayarían el escenario que Fidel truncó a principios de los noventa y que apostaba por una distensión con Estados Unidos. Una Cuba que abrazara reformas económicas como las de China y Vietnam sería apoyada por la Unión Europea, Canadá y América Latina. ¿Se empecinaría Washington en negar la sucesión si es un hecho establecido? Posiblemente, pero, a regañadientes, tantearía otro camino y entonces Cuba tendría que responder.

Hoy prefiero no ahondar en los escenarios catastróficos que Cuba podría enfrentar. Impedirlos requiere que todos -en la isla, la diáspora, Washington y otras capitales- actuemos con una fina inteligencia política que no ha abundado hasta ahora. Nos compete a los cubanos y a nadie más desatar los enredadísimos nudos de las últimas cinco décadas. Sobre el Miami cubano recae la responsabilidad de convertirse en una contundente fuerza disuasoria ante Washington. Aunque no es lo que ha primado, quizás nos crezcamos ante la coyuntura histórica que se aproxima. De ser así, aseguraríamos nuestro lugar en el futuro de Cuba con peso propio y no ajeno.

Los cubanos siempre nos hemos referido a Cuba en términos desmedidos que no guardan proporción con lo que es nuestro país. Nos queda asumir a Cuba en minúscula. La lograríamos si nos serenáramos. Debemos prepararnos, porque lo imprevisto puede pasar y entonces tendremos que concertar alianzas inimaginables hoy. Hay que dialogar y pactar lo posible sin perder nunca el horizonte de una Cuba democrática. Ojalá que los cubanos sepamos movilizar la sabiduría y la generosidad necesarias para, al fin, reconciliarnos amparados por la libertad.

Marifeli Pérez-Stable es vicepresidenta de Diálogo Interamericano en Washington y profesora en la Universidad Internacional de la Florida en Miami.

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