"¿Por qué no negociaron antes de matar a mis hijos?"
Los familiares de los dos niños árabes israelíes muertos por un cohete de Hezbolá exigen el inmediato fin de la guerra
Las casas parecen superponerse unas a otras, pero entre ellas discurren unas callejas empinadas y estrechas, fileteadas del verde de los jazmines, parras y olivos que se escapan de los patios. El barrio de Nazaret, donde el pasado 19 de julio un cohete Katiusha mató a los hermanos Rabía, de siete años, y Mohamed, de cuatro, está poblado sólo por árabes, en su mayoría, obreros o campesinos. Son familias con muchos hijos, pero desde que cayó el cohete, los pequeños, que están de vacaciones escolares, no quieren salir a llenar las calles con sus risas y sus juegos.
"Con las armas no se consigue nada. Está claro que Israel y Hezbolá tendrán que negociar, pero ¿por qué no negociaron antes de matar a mis hijos? ¿Quién me los devolverá ahora?", se pregunta Abdelrahim.
"Los de Hezbolá son buenos, pero como les han atacado, nos atacan", dice una niña
A sus 47 años, el padre de los pequeños, pintor de brocha gorda, hace siete años que cobra una modesta pensión del Gobierno israelí porque su mala salud no le deja trabajar. Abdelrahim dice que se ha encomendado a Alá para "apagar su rabia contra el Gobierno por haberse metido en una guerra injusta" en la que los únicos que sufren son los civiles. "Si en lugar de responder con las armas hubieran recurrido a los canales diplomáticos, tal vez habrían vuelto los dos soldados secuestrados por Hezbolá", se queja.
Nazaret, una ciudad dominada por la enorme basílica de la Anunciación, tiene 60.000 habitantes, de los que 40.000 son árabes musulmanes, y 20.000, cristianos. En pleno corazón de Galilea, en los últimos años unos cientos de cristianos se han instalado en el llamado Nazaret Ilit [colina], el barrio en el que viven los judíos, situado en la colina más alta.
Abdelrahim muestra la carta de pésame del primer ministro Ehud Olmert y dice que tres ministros acudieron personalmente a presentarle sus condolencias: "Les dije que en nombre de mis hijos pararan la guerra inmediatamente, que el secuestro de dos soldados no es razón para destrozar un país y matar a cientos de inocentes".
Eran las 16.45, cuando Rabía y Mohamed emprendieron el descenso de la calle que conduce a la casa de su tía, separada de la suya por apenas cinco minutos de camino. El cohete les dio de lleno, hizo un pequeño cráter en el asfalto y tiró una pared del edificio de tres plantas vecino. Varias casas también sufrieron roturas de ventanas y puertas.
Hana, la hermana de 10 años de los pequeños, acude por primera vez al lugar de los hechos y mira con recelo la calle ya reparada, mientras dos hombres se afanan en terminar la pared del edificio, en donde resultaron heridas una veintena de personas, ninguna grave. "Los hombres de Hezbolá son buenos, pero como les han atacado, nos atacan", dice Hana, que por las noches siente miedo y no puede dormir.
Como ella, Rawa, de siete años y compañera de clase de Rabía, también sufre un fuerte impacto psicológico. Rawa estaba en casa de su abuela cuando de la explosión surgió una nube de cristales. Varios se le clavaron en la cabeza y todavía se le ven las heridas. "No quiere ir a la casa de su abuela, ni salir a la calle a jugar. Por las noches se acuesta conmigo", afirma su madre, Ferial Shamud.
Este barrio nunca había sufrido un ataque. Sus gentes, que en 1948 optaron por quedarse a vivir en donde habían nacido, dicen que sólo quieren la paz. Visto de lejos, parece un barrio internacional porque sobre las casas ondean banderas de Alemania, Italia, Francia, Argentina y Brasil. Es lo que queda de la resaca del Mundial de fútbol, la pasión que hace a estas gentes sin bandera abrazar las de los países de sus equipos preferidos.
El guardián de la iglesia de la Anunciación, el franciscano Ricardo Bustos, de origen argentino, lamenta la escalada del conflicto que ha vaciado de peregrinos los Santos Lugares, en un año que había comenzado en marzo con cifras récord. "En menos de 15 días, 70 grupos cancelaron su visita. Es una catástrofe económica no sólo para Nazaret, sino para todo el país, que favorece la radicalización y la inestabilidad", afirma.
Bustos, que llegó a Jerusalén en 1983, dice que en los últimos tiempos había señales del agotamiento israelí con Hezbolá. "El vacío de poder en Líbano permitía el inadmisible lanzamiento de cohetes y el secuestro de los soldados dio a Israel la razón que buscaban para entrar en ese país", indica el franciscano, que vincula estos hechos a la cuestión palestina. "Hasta que no se resuelva el problema de Palestina no habrá paz, y la paz no se consigue con las armas", sentencia, mientras el ulular de las sirenas advierte del vuelo de nuevos Katiusha instantes antes de que se escuchen dos explosiones.
A una treintena de kilómetros al sur, en Um el Faham, la única ciudad de Israel (45.000 habitantes) poblada exclusivamente por árabes, Mohamed Mohagné, de 26 años y asistente social para niños que han sufrido abusos, afirma que algo se le rompió por dentro cuando vio las imágenes de la matanza de Qana, donde perdieron la vida 29 niños libaneses. Sin embargo, sostiene que aparentemente todo sigue igual. "Yo trabajo en un programa social del Gobierno. Mi jefe es judío y nuestras relaciones no han cambiado porque son meramente laborales, no hay amistad", señala.
La mayoría de los habitantes de Um el Faham trabaja en Tel Aviv o en Haifa. Son árabes israelíes. "Nosotros contemplamos día a día el deterioro que sufre la vida de nuestros hermanos palestinos y no podemos hacer nada. Ahora, tampoco. Es una guerra injusta", lamenta Mohamed.
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