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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

La matanza

Con la matanza de Qana, en el sur de Líbano, Israel ha terminado enajenándose incluso el apoyo de aquellos pocos que hace unos días se mostraban comprensivos respecto a su operación militar. Estados Unidos, a través de su secretaria de Estado, Condoleeza Rice, se agita, por ahora con manifiesta impotencia, para intentar poner una fecha límite a esa operación, mientras que en España las voces del Partido Popular que desaforadamente criticaban al presidente Zapatero por denunciar la campaña bélica israelí emplean ahora un lenguaje semejante, tildándola de "indiscriminada" y "desproporcionada".

Sí, esta operación es indiscriminada y desproporcionada, y la muerte en un bombardeo de tantos niños libaneses, algunos discapacitados, era algo que cabía imaginar. Cuando se bombardean sistemáticamente poblaciones civiles para combatir a guerrilleros, milicianos o terroristas acaban sucediendo hechos tan espantosos como el de Qana. Aunque no sea la intención de quienes bombardean, la llegada de tales "daños colaterales" es sólo cuestión de tiempo. A eso, entre otras cosas, se referían las voces más lúcidas y moderadas de la comunidad internacional al pedir "contención" a Israel.

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La matanza de Qana ha llegado días después de que otro bombardeo israelí terminara con la vida de cuatro soldados de las Naciones Unidas en Líbano y se suma a una larga lista de horrores de la que son principales víctimas los civiles y las infraestructuras del pequeño y frágil país de los cedros. Acusar de antisemitismo a aquellos que, precisamente por ser amigos de Israel, les dicen alto y claro a sus autoridades que esta campaña es un disparate, otro ejercicio de arrojar gasolina al fuego de Oriente Próximo, es, como poco, otro error monumental, cuando no una vileza. Particularmente lamentable es que Israel no haya aprendido de su experiencia de 1982. Aquel año, las matanzas de Sabra y Chatila, obra de falangistas cristianos libaneses tolerada por Israel, pasaron a la memoria internacional como un símbolo de la barbarie a la que condujo la disparatada invasión israelí de entonces. Aquellas matanzas hicieron que Estados Unidos desaprobara tal operación militar y presionara para su fin. Luego vendrían las casi dos décadas de ocupación israelí de una franja en el sur de Líbano y su inevitable retirada, que acabaría dando prestigio e influencia al movimiento islamista Hezbolá, que se la atribuyó como victoria militar y política propia.

Israel debe poner fin de inmediato a su insensata aventura libanesa. Aunque sólo sea pensando en su propio bien. Sembrar más odio en su contra entre las poblaciones árabes, alimentar los semilleros internacionales de islamistas, desestabilizar aún más Oriente Próximo y alienarse a sus amigos occidentales es una política de una ceguera inconmensurable. En aras del interés estratégico de Israel, esta operación debe terminar ya. En aras del derecho a la vida de los niños y otros civiles libaneses, esa operación no debería haber comenzado nunca.

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