El riesgo de volver a enredarnos
Parecía que con la aprobación del Estatuto había llegado el momento de abandonar, aunque fuese de forma temporal, la política centrada en las pasiones patrióticas y de dedicar el tiempo y las energías a cuidar de nuestros intereses.
Parecía que había llegado el tiempo de poner manos a la obra para ver cómo abordamos los grandes problemas y retos que tenemos como sociedad y como economía: ¿cómo hacemos frente a esa mayor inflación que merma nuestros salarios y disminuye la capacidad de competir?, ¿cómo garantizamos el derecho de todas las personas a vivir en una vivienda digna y asequible?, ¿cómo hacemos frente a las deslocalizaciones, que amenazan nuestro empleo y nuestra riqueza?, ¿cómo combatimos la pobreza y la exclusión social de un número creciente de personas, especialmente de los jóvenes de los barrios marginales?, ¿por qué nuestros estudiantes sacan peores resultados? Y así otras muchas cuestiones que están pendientes de ser abordadas.
Parecía. Pero al ver como se está recibiendo la entrada de Montilla en la lucha electoral, mucho me temo que vamos a volver a las andadas; es decir, a enredarnos de nuevo en cuestiones esencialistas que impedirán, o al menos obstaculizarán, la solución de esos grandes problemas y retos.
Sería una pena, porque la presencia de Pepe Montilla en la arena electoral es posiblemente una oportunidad única para hacer normal en la política catalana lo que es normal en la sociedad. Para normalizar, pero a la inversa. Es decir, para que se vea como la cosa más normal que cualquier persona, nacida o no en Cataluña, con o sin pedigrí de sangre o cultura catalanista o nacionalista, pero que "vive y trabaja" en Cataluña, pueda ser candidato a la presidencia de la Generalitat y, en su caso, acceder a ella.
Esa normalidad llegó hace mucho tiempo a los ayuntamientos, a los sindicatos, a las universidades, a las empresas y a otras muchas instituciones catalanas, incluidas las familias. Pero después de 25 años de democracia aún no ha llegado al Gobierno de la Generalitat.
¿Recuerdan aquella frase atribuida al rey Juan Carlos I en los inicios de los años ochenta que sostenía que la consolidación de la democracia en España exigía un "pase por la izquierda", es decir, que Felipe González llegase al Gobierno y se consolidase la alternancia propia de la democracia? Pues bien, de forma similar, se podría decir que la normalización de la vida política catalana se habrá logrado (logrará) cuando un charnego como Montilla pueda ser candidato con grandes posibilidades de llegar a ser presidente de la máxima institución política del país.
Es incomprensible que en una sociedad abierta y democrática se pueda objetar o poner en duda esa posibilidad, aunque ese cuestionamiento sólo sea por razones de oportunismo partidista. ¿Acaso alguien ha puesto en duda en la patriótica y nacionalista Francia el derecho del charnego Nicolás Sarkozy, de padre húngaro y madre griega, a presentarse a las presidenciales francesas? La sola duda plantea un serio interrogante sobre la moral pública de quien haga esa objeción.
Me dirán que nadie, ni aun los más nacionalistas, ponen en duda que Montilla pueda presentarse y, en su caso, presidir la Generalitat. Pero hay una forma más refinada que el simple cuestionamiento público. Es el exigir certificado o pedigrí de catalanismo para poder llegar a la presidencia. (Por cierto, aunque sólo sea por curiosidad, ¿qué habría que acreditar para sacar ese certificado de catalanismo)?
Si Montilla cae en ese juego, iremos mal. Se verá obligado entonces a hacer profesiones continuas de fe del tipo "yo soy tan o más catalanista que el que más" (no confundir el adverbio más con el apellido Mas). Esa conducta, además de que sería una pesadez, tendría riesgos evidentes. No hablo del riesgo de exageración catalanista que va asociado a todo nuevo converso, que seguro que no sería el caso. El riesgo más importante a corto plazo es del de volver a situar el núcleo de la política catalana allí donde estuvo en los últimos años, que tan mal resultado ha dado. Y a más largo plazo, el riesgo es dejar espacio político para corrientes más o menos lerrouxistas, especialmente si Montilla no gana.
Si durante el verano o a la vuelta de vacaciones vemos que la cosa sigue por este camino, estará claro entonces que volveremos a enredarnos en debates esencialistas y a meter la política catalana por caminos estrechos y conflictivos.
El peligro de volver a enredarnos está en que volvamos a identificar el concepto de cultura con el de sociedad, y a partir de esa identidad se exija que para participar en la gestión política de los asuntos públicos haya que adherirse o hacer profesión de fe de determinada cultura política.
La cultura no podrá ser el cemento político que cohesione a una sociedad alrededor de un proyecto colectivo de futuro. Al contrario, puede hacer que las relaciones sociales acaben siendo disruptivas, conflictivas más que cooperativas. La razón es que sociedad sólo hay una, definida en función del lugar donde vivimos, trabajamos y establecemos las relaciones cotidianas de todo tipo. Pero culturas hay muchas; en el límite, tantas como individuos forman parte de la sociedad. Porque la cultura hace referencia a las tradiciones y normas sociales que cada uno maneja para imaginarse cómo funciona el mundo próximo; el imaginario cultural de cada cual, a decir de los sociólogos.
El catalanismo, como el nacionalismo y el independentismo, son culturas políticas determinadas, con tradiciones y normas sociales específicas, que han desempeñado y desempeñarán un papel importante en la política catalana. Pero no pueden ser el peaje político que han de pagar todos los que quieren circular por ella, porque entonces harán que la política catalana circule por una vía muy estrecha y conflictiva, una vía que seguirá excluyendo a un numeroso grupo de catalanes abstencionistas políticos que piensan que la vida política catalana no va con ellos.
Para finalizar, un deseo optimista. Esperemos que este mal inicio de la campaña no sea sino el último estertor de la batalla por el Estatuto. Ése es mi deseo. Así como el de que pasen un buen verano.
Antón Costas es catedrático de Política Económica de la Universidad de Barcelona.
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