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Columna
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Misterios de Madrid

Todo acaba sabiéndose, cuando menos lo esperamos. Resulta que vivimos en una ciudad superpuesta, no al estilo normal de aquellas que sufrieron invasiones, cambios drásticos en sus formas de vida, desde el religioso hasta el gastronómico. No, lo que ocurre en Madrid no sucede en parte alguna. Es de todos sabida la secuencia de habitantes, hasta épocas muy remotas, cuando circulaban, sin limitaciones de velocidad, los dinosaurios, los osos, los jabalíes y los ciervos, que siguen refugiados en los montes de El Pardo. Pero si los paleontólogos pueden desvelarnos la vida en las márgenes del Manzanares, después de la última glaciación, resulta que ignoramos lo que aquí ha pasado en tiempos muchos más próximos.

Como ya se va sabiendo, aparecen en el centro de la Villa -en la Puerta del Sol, nada menos- restos de iglesias que tuvieron repiqueteantes sus campanas en los siglos XVII y XVIII, descritas y mencionadas por cronistas y escritores contemporáneos. Y resulta una aurora boreal descubrir los restos de un templo como la Iglesia del Buen Suceso, sobre la que se han construido calles y viviendas sin que, al parecer, nos enterásemos ni lo tuvieran en cuenta los relatores de la vida madrileña.

Da la impresión de que varias generaciones de madrileños han vivido en la inopia, circulando, aparentemente, desde sus modestas e incómodas casas hasta los infinitos cafés que fueron, en el pasado, lo que ahora las sucursales de las cajas de ahorros, los negocios de fotocopia y mensajería cibernética y los huecos cerrados durante el día que abren sus fauces pasada la madrugada de los viernes.

Las primeras informaciones del último hallazgo nos hablan, no de un edificio anónimo, incluso un palacete pasado de moda, sino de una construcción religiosa salida del taller del arquitecto Herrera, en el siglo XVI. Cuando se hicieron las fastuosas obras de la Plaza de Oriente, aparecieron lienzos de murallas árabes y construcciones civiles visigodas. Lo hemos sobrellevado con entereza. Si había que prescindir de aquello, bien empleado estuvo, levantando viviendas, generalmente de alquiler hace un par de siglos. Quizás los regidores, en su fuero interno, pensaban que la capital ya tenía demasiadas iglesias, para que se notara la desaparición de alguna de ellas. Hoy mismo, una de las que gozaban de la piedad de los capitalinos está difuminándose en el barullo de una calle peatonal y abigarrada. Si no se fijan bien puede que les pase desapercibida la iglesia del Carmen, también junto a la Puerta del Sol, apenas entreabiertas las grandes puertas una o dos veces al año y deslizándose los fieles, casi clandestinamente, por algún postigo disimulado.

Cuando Madrid era un pueblo manchego, aunque tuviera a los reyes viviendo en las afueras, se erguían docenas de templos y debía ser una ensordecedora algarabía cuando todas las torres lanzaban el sonido de las horas, por las que se regulaba la vida comunitaria. Ahora, desde hace un número indeterminado de años, o no suenan las campanas por nadie que merezca la pena, o sus ecos están amortiguados por el pesado y bronco aliento de millares de coches y millones de seres humanos. No figura en apenas itinerarios turísticos la visita a alguno de los conventos, donde se conservaron invisibles, los cuadros de los mejores pintores que acompañaron a las damas que se encerraban, o las encerraban entre sus altos muros: las Descalzas, las Comendadoras, pequeños oasis cercados de infranqueables muros. Algún día desaparecerán y, como cuando llega la primavera, nadie sabrá cómo ha sido.

Tenemos alcaldes a los que no les tiembla el pulso a la hora de cambiar la fisonomía de la ciudad y el actual no es ni el primero ni el único. Delante de la piqueta suele haber unos embajadores insinuantes que han evaluado la valía de aquellos metros cuadrados tan dilapidados en claustros umbríos en altas naves esclarecidas por polvorientos vitrales, total, espacios muy valiosos para desperdiciarlos.

Las nuevas obras de la plaza más famosa de la ciudad, donde se construirá una estación de ferrocarril, ya que no es posible trazar pistas de aterrizaje, nos van a descubrir las capas hojaldradas de nuestra ciudad, realizando portentosos descubrimientos. Y algún día, entusiastas y perseverantes arqueólogos nos descubrirán que hubo un tiempo en que los madrileños éramos antropófagos.

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