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Columna
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Los justos

Andrés Ortega

"El día en que nos decidamos a olvidarnos de los niños, seremos los amos del mundo y la revolución triunfará", dice Stepan, un personaje de Los justos, de Albert Camus, después de que Kaliayev haya decidido no hacer estallar la bomba contra el archiduque gobernador de Moscú, pues en el mismo coche viajaban su mujer y sus hijos. Estos días, el mundo, y especialmente Oriente Próximo, está más lleno de Stepan que de Kaliayev. Pese a que vaya contra el derecho de la guerra (pero ya no hay guerras regulares), los civiles son los que más pagan, de forma masiva, por la violencia. Hace tiempo que se han convertido en blanco de las guerras y del terror. El nuevo terrorismo, del 11-S en Nueva York al 11-M en Madrid o el 7-J en Londres, también revolucionario a su estilo, o los atentados suicidas en Irak o en Israel, no tiene concepto de lo civil. Entre ellos, no hay Kaliayev. Pero tampoco entre los actuales mandos militares y políticos israelíes, de Hezbolá, de Hamás u otras milicias. No es una novedad: Londres, Dresde, Hiroshima, My Lai, Sbrenica o Haditha, son otros inolvidables casos de uso de las poblaciones civiles en guerras.

Estados Unidos destruyó Irak para acabar con Sadam Husein. Israel está destruyendo Líbano para intentar acabar con Hezbolá, al menos como organización militar (y Washington durante días ha puesto vergonzantemente la diplomacia en pausa para dar tiempo a Israel a lograr este fin). La estrategia militar israelí va directamente contra todos los centros de Hezbolá o sus apoyos, desde el aeropuerto de Beirut a carreteras para evitar que la milicia lleve refuerzos al sur, o lo que sea, aunque pille por medio a la población civil, que huye de la ratonera. Está por ver si así destruirá a Hezbolá, pues ésta busca justamente lo contrario: una guerra de desgaste. En un intento de forzar un cambio psicopolítico, Hezbolá dispara contra poblaciones israelíes, e Israel contra las de Líbano. Israel pretendió forzar al Gobierno libanés, en el que participa Hezbolá, a sacar al grupo armado del sur de Líbano. Era una quimera y lo sabe: el Ejército libanés no tiene capacidad para ello.

El problema político-moral de Kaliayev, versión militar, se plantea también cuando los cohetes que lanza Hezbolá desde Líbano, o Hamás desde Gaza, se instalan en, y se disparan, desde casas o apartamentos particulares. Los militares israelíes no tienen duda alguna: atacan, aunque causen eso que eufemísticamente se llama daños colaterales. A diferencia de la campaña militar contra Hezbolá, la de Gaza (casi olvidada) es una política criticada en Israel por ex generales y otros. Aunque oficialmente los ataques israelíes sean para evitar que en Gaza se fabriquen o disparen cohetes Kassam, la realidad es que con los bombardeos desde Israel se destruyen centrales eléctricas, y otros medios esenciales para la vida diaria en la franja y en la ciudad que lleva su nombre, la más poblada de los territorios ocupados. De allí la población no puede salir huyendo, incluso si quisiera.

Hay un intento deliberado de amedrentar a las poblaciones y aplicar castigos colectivos. A ello respondían los llamados sonic booms, provocados por aviones israelíes a gran velocidad y bajos sobre Gaza, aunque peores son los bombardeos reales. Si las poblaciones cercanas israelíes viven atemorizadas por los Kassam, la instrucción del primer ministro israelí, Ehud Olmert, fue clara: "Que nadie duerma por la noche en Gaza". Allí y en otros lugares, algunos militantes palestinos, como ha quedado grabado, se protegen con sus niños para plantar explosivos. A veces las archiduquesas se rodean conscientemente de ellos para protegerse. La ONG B'Tselem ha acusado a su vez a militares israelíes de usar a palestinos como escudos humanos en una operación en el norte de Gaza el 17 de julio.

La llamada revolución de los cedros, tras el asesinato de Hariri, hizo salir al Ejército sirio de Líbano. La ofensiva israelí no está destruyendo Hezbolá, sino destruyendo lo que se ha hecho en los últimos 20 años en Líbano. Israel aprovecha la ocasión, pero ¿acaso no ha caído en una trampa? aortega@elpais.es

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