Las palabras
El Francisco y Catalina, pesquero con base en Carboneras, Almería, y marineros de Santa Pola (Alicante) y Muxía (La Coruña), faenando en el Mediterráneo rescató a 51 náufragos que habían zarpado de Libia en una barca de siete metros y decían proceder de Eritrea, Túnez, Marruecos, Palestina o Pakistán. Náufragos y salvadores acabaron a 16 millas de Malta, donde, durante una semana, se les negó la entrada a puerto. El incidente implicó a la diplomacia de la Unión Europea, Italia, Malta, España, Libia y Andorra. El mundo entre Carboneras, Muxía, Malta, Eritrea o, más allá, Pakistán, es estrechísimo: cabe todo en un despacho.
En casos como éste los náufragos van indocumentados, o, según suponen las autoridades, mienten a los aduaneros. Un policía mauritano, experto en lingüística forense, interrogó a los náufragos para adivinar su nacionalidad por el modo de hablar. Los que decían ser tunecinos quizá fueran marroquíes, o al revés, y un pakistaní podría disfrazarse de palestino. Aunque queramos olvidar quiénes somos o fuimos, nuestra lengua, el acento, acaba revelando nuestra verdadera historia. Los tripulantes del Francisco y Catalina cuentan que se entendían con los náufragos en italiano y en inglés. El inglés es nuestra lengua imperial y 45 de los náufragos son de Eritrea, antigua colonia italiana, bajo administración británica después de la II Guerra Mundial.
Pieza en la guerra fría entre americanos y soviéticos, Eritrea acabó absorbida por Etiopía hasta ganar una inacabable guerra de independencia. Eritrea nunca sale de zona de guerra, civil o ajena, real o inminente, ahora mismo entre tropas etíopes y milicias islámicas de Somalia. Lo interesante es que algo de esta historia haya repercutido en un barco de Carboneras. Lo raro es que a los viajeros africanos, clandestinos, les llamemos inmigrantes, cuando inmigrantes son los que llegan a un país para instalarse en él, y los náufragos de Malta no llegaban a ningún sitio, detenidos a 16 millas de la costa, y difíciles de colocar en un mínimo de cinco estados. No ha discutido la diplomacia de Europa para acoger a los náufragos, sino para rechazarlos, inmigrantes imposibles. Se les llama inmigrantes, aunque no se hayan establecido en ningún sitio y ni siquiera pudieran llegar a puerto.
Es la lengua del más fuerte: si nos amenazan con instalarse aquí, ya son para nosotros inmigrantes. Pero sólo son emigrantes, o eso dice el diccionario de la Academia: han dejado su país con ánimo de establecerse en otro extranjero. Les será difícil establecerse en la Unión Europea. Los ministerios de Asuntos Exteriores de cinco países han emprendido profundas deliberaciones con el objetivo común de librarse de ellos. Y, en el Gobierno de España, por ellos han tenido roces los ministerios de Asuntos Exteriores, Interior y Defensa. Nadie quería a los eritreos y sus acompañantes, pero un ministro español ha hablado de "ejercicio de corresponsabilidad entre naciones", y el comisario europeo de Seguridad, Justicia y Libertad celebró la "compleja operación internacional... Un ejemplo de solidaridad". Creo que el comisario se refería a solidaridad entre quienes se niegan a convertir a los emigrantes en inmigrantes.
La disputa entre Estados ha sido también disputa dentro de los Estados e, incluso, dentro de cada uno de los ciudadanos. Tenemos la conciencia dividida. Como hizo el delegado del Gobierno en Andalucía, todos alabamos a la tripulación del pesquero por recoger en su barco a los náufragos, pero casi nadie abriría su país a las víctimas del masivo naufragio africano. Un día antes de que alcanzara Málaga una barca de marroquíes clandestinos, el Centro de Investigaciones Sociológicas difundía que, según sus encuestados, la inmigración es un problema acuciante para los españoles, para España, aunque no a nivel personal. A nivel personal, lo que preocupa es la vivienda, el dinero y el paro. A nivel personal, todos somos como los marineros del pesquero de Carboneras: salvaríamos al náufrago. A nivel nacional e internacional, somos tan mezquinos o generosos como cualquier Gobierno.
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