La guerra que no cesa
No la de Irak, Agfanistán o el Líbano, que tampoco cesan, sino la cainita española de hace hoy 70 años, los míos. La iniciada por un general africano y ambicioso,que no se sumó al golpe de Estado inducido por las viejas derechas contra la democracia republicana hasta contar con el apoyo de Hitler y Mussolini. La República de 1931 pretendió ser el primer proyecto democrático y de amplia reforma social que acabara por fin con el monopolio secular del poder político y de la riqueza nacional en manos de una minoría privilegiada, conservadora, reaccionaria y autoritaria. Al bienio de su intento reformador, su moderación desesperó a los proletarios superexplotados, pero fue suficiente para encender las iras del bloque conservador, incluida la jerarquía eclesiástica, su máximo agente ideológico y movilizante en una sociedad inculta y retrógada. Las derechas excitaron a sus bases tradicionales, el "macizo de la raza", y recuperaron el gobierno. Pasaron a la contrarreforma y exacerbaron a las masas de izquierda. La reacción preventiva de ésta frente a la amenaza de un golpe fascista como el de Italia y Alemania fue tan duramente reprimida que un nuevo y gran impulso popular devolvió el gobierno, en febrero de 1936, al amplio frente republicano de izquierdas. Como inmediata respuesta a esa victoria,el temido golpe acabó produciéndose a los pocos meses, y dio inicio a la guerra civil más sangrienta de nuestra historia. Fue una guerra cruel y extenuante de tres años debido a la estrategia nazi-fascista de ensayar en España su prevista guerra mundial, a la tenaz resistencia popular, pero sobre todo a la decisión de las derechas y su caudillo de extirpar para siempre la democracia y su impulso de cambio social. Esto supuso la aniquilación sistemática de la llamada "anti-España", ya fuera en el avance militar sin piedad , ya fuera, tras la victoria bélica, por muerte, cárcel o exilio de los mejores cuadros políticos, sindicales e intelectuales del país mediante una represión física y moral aterrorizante de varios lustros. Tranquilizada la derecha eterna, dio el poder omnímodo a su caudillo Franco, sin libertades públicas ni democracia, mas con la bendición de una Iglesia jerárquica que recuperaba su poder ideológico sobre la población. La Guerra Civil continuó así, en aparente calma, fruto del miedo, dividida España en vencedores y vencidos, sin paz, piedad ni perdón para quienes, al no aceptar la rebelión militar por dignidad moral, fueron hechos reos de ella con el mayor sarcasmo. Hubo que esperar a la muerte del autócrata para que la derecha tuviera que someterse a la Constitución de 1978, forzada electoralmente por la mayoría democrática. Joan Reventós dijo en las Cortes que con la Constitución, la Guerra Civil por fin había terminado.
Pero el franquismo no podía desaparecer mientras esa derecha refractaria a la democracia no cambiara. Una minoría de españoles, de inmadurez política y de fácil manipulación en sus sentimientos y prejuicios más irracionales, ha servido otra vez de base social para, en mal uso de los cauces de la propia democracia recuperada por el pueblo, oponerse a ella en la práctica. La Alianza Popular de Manuel Fraga, ex ministro de Franco, rechazó el Estado autonómico, no votó los estatutos vasco y catalán y exigió al Gobierno la guerra sucia contra ETA. La trama civil del golpe de Tejero nunca se descubrió.Los gobiernos socialistas fueron tachados de "rojos" infiltrados en el Estado. Tras una conspiración mediática, el PP recuperó el poder para la vieja derecha reaccionaria. Los gobiernos aznaristas fueron autoritarios, rechazaron toda oposición, denigrándola y sin responsabilizarse jamás de sus múltiples corrupciones, atentados a las libertades y a la seguridad de las personas; manipularon el poder judicial, embarcaron al país en una guerra ilegal y sangrienta que aún persiste. No previnieron sus terribles efectos, achacados todavía hoy con todo descaro a una conjura PSOE-ETA. Condenados a ser oposición, el tragicómico triunvirato aznariano no ha cejado en el acoso y derribo del Gobierno, de insultar y calumniar con un estilo bronco a quien no se le someta, de proclamar el final del Estado y de la unidad española, de agredir a las nacionalidades, de utilizar a militares y a obispos, y, si podía, al Papa, para combatir leyes progresistas. Ha acabado negándole al Gobierno que represente al Estado. No le apoya contra ETA en la causa de la paz valiéndose con alevosía inhumana del dolor de sus víctimas. Todo ello, como siempre, usando la mentira y la calumnia y fingiendo hipócritamente que sólo él defiende el Estado de Derecho y la democracia.
No cabe, a mi juicio, mayor fidelidad a la ideología, fines y medios del franquismo (y de la derecha eterna y violenta que le dio origen y apoyo) que esa permanente actitud de guerra sin cuartel contra la España democrática. Sólo le faltaría ya, aunque parezca imposible, volver al 18 de julio de 1936. Su intolerancia y odio siguen siendo los mismos. Por tanto, el actual PP (esperemos que haya otro) no puede condenar la anterior autocracia porque ella es el eje psíquico de su actitud y porque de alguna forma vuelve a imponerla o a reflejarla mientras se le deje hacerlo. La misma ley de partidos que concibió contra Batasuna podría ilegalizar este partido, pues el veneno terrorista de su conducta pública, aun incruento en vidas humanas, está matando algo tan básico para la convivencia como la vida política normal y la paz social. Ahora, 70 años más tarde de aquella tragedia, sigue latente una guerra cainita en un sector minoritario, pero poderoso e influyente, de nuestro país. Aprestémosnos todos a defender con energía nuestra siempre frágil república.
J. A. González Casanova es catedrático de Derecho Constitucional de la UB.
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