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La guerra de Israel en dos frentes

Shlomo Ben Ami

Independientemente de que logren sus objetivos militares la incursión de Israel en la franja de Gaza y su masiva reacción a lo que fue sin duda un acto de guerra de Hezbolá -representante de Irán en Líbano- sin que hubiera existido ninguna provocación, hay una cosa que está clara. La guerra que libra actualmente Israel en dos frentes ha asestado un golpe mortal al "plan de convergencia" para Cisjordania, la razón de ser fundamental del Gobierno de Olmert y su partido Kadima. Tres meses después de su formación, el Gobierno israelí se ha quedado sin agenda política. Y lo curioso es que sólo Hamás puede salvarle de caer en una agonía política sin perspectivas.

El caso de Hezbolá es distinto, y la solución a la crisis en el frente norte tiene que ser diferente. Israel no mantiene ninguna disputa territorial con Líbano, y Hezbolá no es ningún movimiento nacional que esté luchando legítimamente para "acabar con la ocupación". Es, por el contrario, un instrumento de la estrategia regional de desestabilización que propugnan Irán y Siria. Existen razones para creer que el arsenal de misiles de Hezbolá -algunos seguramente más complejos que los empleados hasta el momento en la presente crisis- forma parte del despliegue militar regional de Irán, y no del sistema de defensa de Líbano. En Líbano, lo que está en juego es la credibilidad de la comunidad internacional, que hizo de intermediaria y dio legitimidad a la retirada israelí del país en mayo de 2001. Hezbolá es un actor importante en la política libanesa; incluso tiene ministros en el Gobierno. Sin embargo, en la crisis actual, está actuando más como una pieza en el puzzle regional de Irán que como defensor de los intereses nacionales de Líbano. Israel ha entrado en guerra con Irán y Siria a través de los grupos que les representan.

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Es triste y lamentable que, en ambos lados, la población civil tenga que sufrir las consecuencias de esta tragedia. Pero los motivos de Israel son justos. Ésta no es una guerra de ocupación ni una guerra de asentamientos. Es una guerra por la validez de una frontera internacional trazada, definida y reconocida por Naciones Unidas. Cualquiera, sea en Israel o especialmente en la comunidad internacional, que predique que los israelíes deben retirarse de los territorios palestinos ocupados a las fronteras permanentes reconocidas tiene que estar de acuerdo con Israel en el caso de la guerra actual. Cualquiera que proclame seriamente la necesidad de que los israelíes "pongan fin a la ocupación" debe apoyar ahora a Israel. Lo contrario supondría eliminar con cualquier perspectiva de acabar esa ocupación en donde más importa, en el caso palestino; significaría además desautorizar a las fuerzas políticas que, dentro de Israel, llevan años luchando por un Estado palestino con unas fronteras reconocidas internacionalmente. Esto no quiere decir, en absoluto, que haya que aprobar todas las acciones del ejército israelí, aunque algunos de los que hablan del uso de una "fuerza desproporcionada" por parte de Israel podrían darnos a todos lecciones sobre cómo borrar ciudades enteras del mapa; es el caso de Putin en Grozny. Personalmente, creo que la reacción de Israel podría ser más imaginativa y precisa. La indignación causada por la pérdida de vidas humanas en Beirut está justificada; pero tampoco pueden dejar de mencionarse los ataques indiscriminados contra la población civil israelí.

En cuanto al dilema palestino de Israel, es evidente que el estallido actual plantea la necesidad de revisar el plan de convergencia del Gobierno, como, de hecho, ya han pedido varios ministros. En cualquier caso, la retirada y el desmantelamiento de los asentamientos en Cisjordania, de donde hay que evacuar a 800.000 colonos, constituyen una operación mucho más complicada que la retirada unilateral que llevó a cabo Ariel Sharon en Gaza, de donde sólo se repatrió a 8.000 colonos. Ahora bien, si en Gaza, una franja compacta cuya frontera con Israel nunca ha estado en duda, la retirada engendró tal estado de guerra que Israel se vio obligado a invadir los territorios que había abandonado menos de un año antes, ¿qué posibilidades hay de que una operación similar salga bien en Cisjordania, donde es necesario un reparto de responsabilidades mucho más sutil, fluido y ambiguo, con un lado palestino -el Gobierno de Hamás- que ha quedado descartado como socio desde el principio?

La operación Lluvia de Verano en Gaza ha dejado al descubierto de forma dramática la equivocación de la estrategia israelí de retirada unilateral de los territorios palestinos, y los primeros que se han dado cuenta han sido los propios israelíes. Un sondeo de opinión del Instituto Reut de Tel Aviv, realizado bajo la conmoción del brote actual de violencia, muestra una marcada caída del respaldo de la población al "plan de convergencia"; hoy sólo

se opondría enérgicamente a él.

Las tristes lecciones de la retirada de Gaza significan que el espectro del lanzamiento de misiles Kassam desde un nuevo frente en Cisjordania contra los principales centros urbanos de Israel en la zona de Tel Aviv, incluido el aeropuerto internacional Ben-Gurion, ya no es una hipótesis exagerada. Si el primer ministro Olmert desea salvar su "plan de convergencia", tendría que coordinarlo con un socio palestino, que sólo puede ser el Gobierno de Hamás presidido por Ismail Hanyieh. Eso significa, fundamentalmente, utilizar la guerra actual en Gaza como oportunidad para alcanzar un acuerdo con Hamás que no se reduzca al problema del soldado secuestrado. Un Gobierno israelí dispuesto a abandonar la inercia de las incursiones y los asesinatos selectivos debería ser capaz de aprovechar el sondeo del Instituto Reut que indica que al menos el 45% de los israelíes apoyaría hoy unas negociaciones directas con Hamás.

Después de una victoria electoral no deseada ni prevista, porque le obliga a reducir considerablemente su libertad de acción para poder mitigar las penosas consecuencias que tuvo su triunfo para el pueblo palestino, Hamás es más susceptible que la OLP de Abbas a la posibilidad de alcanzar un acuerdo provisional a largo plazo con Israel. Lo que la OLP, obsesionada con el resultado final, se niega a tener en cuenta -un acuerdo provisional- es algo que Hamás, con toda probabilidad, estaría dispuesto a estudiar.

Sin embargo, para lograr un acuerdo con Hamás que sea más duradero y fiable que un acuerdo con la OLP, Hamás debe volver a ser lo que siempre fue, una organización disciplinada y jerárquica, capaz de respetar un alto el fuego. Tanto el fracaso de la lógica que representó la retirada israelí de Gaza como el que supone el asalto de Hezbolá a los razonamientos que acompañaron a la retirada de Líbano en mayo de 2000 son un triste recordatorio de un fallo fundamental en la estrategia del presidente Bush para Oriente Próximo. La democracia árabe no es necesariamente la clave para la paz y la estabilidad. Es una cuestión de orden y autoridad. Al fin y al cabo, la guerra actual en dos frentes la desencadenaron milicias independientes sobre las que los dos únicos Gobiernos elegidos democráticamente de todo el Oriente Próximo árabe, los de Palestina y Líbano, no tienen absolutamente ninguna autoridad.

Para ser un socio respetable, Hamás debe tener cuidado de no caer en una anarquía institucionalizada tan desastrosa como la de Al Fatah ni convertirse en un Estado dentro del Estado como Hezbolá. Ariel Sharon conocía perfectamente la capacidad de Hamás para cumplir sus compromisos cuando, al retirarse de Gaza, y gracias a la mediación del presidente Abbas, alcanzó un acuerdo tácito con el movimiento que garantizaba la retirada suave y pacífica de la franja.

Pero los motivos para llegar a un acuerdo con Hamás sobre el "plan de convergencia" en Cisjordania son más fundamentales. Curiosamente, Israel y Hamás comparten un profundo escepticismo respecto al "proceso de paz". Ninguno de los dos cree en que sea factible una paz negociada inmediata, ni se aferra a sueños pasados sobre un "final del conflicto" celestial. Israel no está dispuesto a pagar el precio de un acuerdo definitivo, y Hamás no es capaz todavía de hacer concesiones en su ideología esencial mediante un apoyo inequívoco a la solución de dos Estados y las fronteras de 1967, que supondría prácticamente renunciar al derecho de retorno de los refugiados palestinos.

Un acuerdo sobre el "plan de convergencia" es positivo para el interés de Israel en tener una frontera estable, aunque sea provisional, con Cisjordania, y beneficia perfectamente a Hamás. Supondría el fin del ostracismo internacional al que ha vivido condenado su Gobierno desde que asumió el poder y les permitiría conciliar el rechazo ideológico a Israel con un paso importante hacia el "fin de la ocupación", al mismo tiempo que les permitiría tener un respiro para poder abordar sus problemas internos, que, al fin y al cabo, fueron el motivo principal por el que la gente les votó.

Es cierto que, como diría con razón Israel, la situación de los palestinos no es más que un pretexto para las provocaciones de Hezbolá. No obstante, la guerra en dos frentes que libra actualmente Israel representa el fracaso de la filosofía de la derecha israelí -así como de los neocons del entorno del presidente Bush- de que alcanzar un acuerdo con el mundo árabe e imponer disciplina a los "Estados canallas" de la región eran dos condiciones previas y necesarias para llegar a una paz entre Israel y Palestina. Lo que vemos hoy es una clara confirmación de que la estrategia política de "primero Palestina" emprendida por dos Gobiernos laboristas, el de Rabin y el de Barak, era la acertada. Lo que llevó a Rabin a Oslo y a Barak a Camp David y Taba fue la convicción de que existía una mínima oportunidad para lograr la paz con los palestinos antes de que Irán se convirtiera en una potencia nuclear y el fundamentalismo islámico en una amenaza mortal para los regímenes árabes moderados.

Ahora debería ser un objetivo fundamental para Israel y para esos regímenes árabes moderados que la guerra en el norte no empeore hasta ser una conflagración regional. Y, a diferencia del caso palestino, en el que hay tantas diferencias que resolver entre las partes antes de poder llegar a un acuerdo, en el caso de Líbano la solución está ya inventada. Israel se retiró hace seis años del país, hasta la frontera internacional, conforme a la resolución 425 del Consejo de Seguridad, y posteriormente se aprobó la resolución 1559, que exigía a Líbano que desmantelara Hezbolá, desplegara su ejército en el sur y acabara con la absurda y peligrosa anomalía consistente en que una milicia al servicio de Irán y Siria controle la frontera con Israel y prácticamente tenga en sus manos la llave de la estabilidad de todo Oriente Próximo.

La vieja costumbre de culpar a Israel por el uso de una "fuerza desproporcionada" no puede sustituir a un esfuerzo multilateral serio para terminar con este espantoso ciclo de violencia. En lo esencial, eso significa un alto el fuego y que el Consejo de Seguridad reitere la validez de la resolución 1559, además de ofrecer al Gobierno libanés toda la ayuda que necesite para su puesta en práctica.

Líbano es una sociedad que ha demostrado recientemente una capacidad admirable de movilización por la causa de la democracia y por su independencia de la tutela de Siria. Puede hacer lo mismo respecto a Hezbolá. Y si, incluso con la atención de la comunidad internacional, Líbano llega a la conclusión de que el desmantelamiento de la estructura militar de Hezbolá -como exige de manera explícita la resolución 1559- está por encima de su capacidad, aun así contribuirían a la paz el despliegue definitivo del ejército libanés junto a la frontera israelí y el establecimiento de mecanismos que impidan que este "Partido de Dios" vuelva al sur. Un Estado soberano es el que se comporta como tal, y el monopolio del Estado sobre el derecho a llevar armas es una barrera crucial contra la desarticulación de la soberanía. La debilidad del Gobierno libanés y la fragilidad de su equilibrio inter-étnico exige que el posible alto el fuego vaya acompañado del despliegue de una sólida fuerza internacional en el sur del país.

Me temo que Israel no estaría dispuesto a aceptar un alto el fuego que no vaya acompañado de nuevas normas de conducta en su frontera norte. Es más, en realidad, no es que sean nuevas normas, porque son las condiciones que estableció la propia comunidad internacional hace seis años para conseguir que Israel se retirara hasta la frontera. En aquel tiempo yo era miembro del gabinete de crisis de Israel, y recuerdo hasta qué punto se pactó con la ONU cada mínimo detalle de nuestra retirada (a la que, por cierto, se opuso el ejército). Por consiguiente, es la comunidad internacional la que debe garantizar que un alto el fuego no degenere en otro estallido de aquí a unos cuantos meses.

Shlomo Ben-Ami fue ministro israelí de Exteriores y es autor de Cicatrices de guerra, heridas de paz: la tragedia árabe-israelí. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.

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