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Columna
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Oposiciones vascas

Recientemente se ha dado a conocer el acuerdo en el Servicio Vasco de Salud, Osakidetza, para la nueva oferta pública de empleo. Al parecer, van a convocarse 4.261 plazas y, aunque muchas de ellas se dirigen a consolidar empleos ya existentes, 300 van a ser nuevas "plazas estructurales". Una de las representantes sindicales que tomó parte en la negociación declaró después que para ellos, "como sindicato de clase", el acuerdo era muy importante. También dijo: "trabajadoras y trabajadores". O al revés, no lo recuerdo.

Del mismo modo en que se hacía público el acuerdo, los responsables de Osakidetza realizaban una estimación del número de personas que podrían presentarse a las pruebas, y así, se espera que unas 90.000 personas decidan lanzarse en busca de alguna de las 4.000 plazas ofertadas. Uno no sabe cómo interpretar el dato exactamente. Por de pronto, los exámenes van a adquirir tintes dramáticos. ¿Cuál será el ánimo de semejante muchedumbre ante oferta tan escuálida? ¿Y cuáles los criterios que pueden asignar con fiabilidad, entre un magma de 500 o 600 aspirantes, una plaza de auxiliar o celador a la persona más capaz? ¿Cómo separar, en fin, el trigo de la paja? Rigurosos comités, de los que nadie sabe (salvo los aparateros de los diversos aparatos que controlan los callejones de la burocracia pública) aplicarán su salomónico criterio a la hora de dirimir estas cuestiones.

Se impone alguna reflexión acerca de una sociedad como la nuestra, donde el grueso de la población vendería a su padre y a su madre por una plaza en la administración pública. Al menos los políticos, con un rastro de vergüenza, ya han aprendido a moderar un poco aquel ampuloso discurso acerca del empresario vasco que bla bla bla. Y es que sumarse a la actividad empresarial suscita menos vocaciones que profesar en un convento de clausura; cosa que no puede decirse de la función pública, la cual encandila a la generalidad del personal.

En efecto, 4.000 plazas para 90.000 aspirantes. Si descontamos a los menores de edad (porque aún hay algunos de éstos, a pesar de que nuestro pueblo se dirige en caída libre hacia la extinción biológica), resulta que a las próximas oposiciones se puede presentar más de un 5% de la ciudadanía vasca. Es decir, das un paseo por el barrio y, tras cruzarte con cientos de personas, podrías jurar que un buen puñado de ellas irá a las oposiciones de Osakidetza. Si acudes a un estadio de fútbol, en esas gradas pobladas por 35.000 aficionados, casi 2.000 tendrán exámenes en los próximos meses. Todavía más, por mucho que el autor de estas líneas sea consciente de su escaso magnetismo, no puede descartarse que una veintena de personas revise esta columna. Pues bien, de ser así, y según las leyes estadísticas, al menos una de ellas también será carne de cañón en esas oposiciones. Quiero aprovechar la ocasión para desear a mi lector lo mejor en las pruebas que se avecinan. Mucho ánimo y mucha suerte. Se trata de un mal trago, sí, pero hay que recordar las ventajas que comporta obtener una de las plazas en liza, ventajas que explican por sí mismas la sonrisa beatífica que lucen algunos viandantes, ya que han alcanzado el mayor grado de estabilidad al que puede aspirar un ser humano: ser funcionario de carrera "en un viejo país ineficiente", como cantó con tino y amargura Jaime Gil de Biedma.

Nada más lejos de la intención del que escribe que apuntar la existencia de riesgos para la salud en el ejercicio de la función pública (donde brillan con luz propia virtudes como el desprendimiento, la abnegación y la insobornable tutela del interés general), pero sí recordar que las inminentes oposiciones de Osakidetza pueden conducirnos, en lo emocional, a unas jornadas dramáticas. Se suele hablar de elecciones de infarto, pero nunca habla nadie de oposiciones de infarto. Claro que a lo mejor las de Osakidetza no lo son, no pueden serlo: ante la más mínima taquicardia del azorado opositor, ante el amago de desvanecimiento, allá se acercarán para ayudarlo miles de promisorias vocaciones sanitarias.

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