La poética Hitchcock
El director de cine, católico e inglés, Alfred Hitchcock, realizó 50 películas que van desde las postrimerías del cine mudo hasta fin de los setenta. Y aunque su fama es universal, no siempre fue admirado en Estados Unidos como en Europa, con la eclosión de la nouvelle vague; quizá por ello nunca ganó un Oscar. François Truffaut, su descubridor, fue prácticamente de rodillas a Los Ángeles para recoger de sus labios el porqué y el con qué de su sabiduría. El resultado fueron más de 50 horas de conversaciones, en las que Hitch desgrana toda una poética junto a un retrato de sí mismo a la empírica manera del mundo anglosajón, más casuística que ideas. Al libro editado en 1967 se le han ido haciendo adiciones, como una nota crítico-biográfica de Truffaut sobre los últimos años del autor, y ésta es su reedición.
EL CINE SEGÚN HITCHCOCK
François Truffaut
Traducción de R. G. Redondo
Alianza. Madrid, 2006
383 páginas. 10,90 euros
En un diálogo en el que Hitch revela sus gustos cinematográficos; sus obsesiones hasta sexuales -Kim Novak no llevaba sujetador en Vértigo-; su desconfianza hacia los actores que actuaban, y su convencimiento de que el cine no ha de aspirar a la verosimilitud sino a la coherencia, Truffaut logra que la vivencia de un autor que busca soluciones concretas a problemas concretos se integre como una visión del mundo. Hitchcock sólo existe como fabricante de películas; el cine es para él demasiado total para que sea posible -ni aceptable- adaptar una obra literaria; muy al contrario, quien tanta novela había llevado al cine, tomaba como punto de partida una idea, una sucesión de acontecimientos que descritos con palabras no pasaban de pretextos, de forma que lo que hiciera con ellos sólo pudiera criticarse a partir de esa nueva realidad; como un Quijote sin Cervantes. Ese autor que se casó virgen y después de haber amado en ruidoso silencio a rubias arrasadoras no conoció mujer que no fuera su esposa, Alma Reville, lamentaba que el cine hubiera dejado de ser mundo; abominaba de ese cine que "fotografía a personas que hablan", y soñaba con un cine mudo con sonido y diálogos.
La suya fue una vida por poderes, de celuloide, porque siempre fue dolorosamente consciente de su forma de pera blancuzca un tanto sebosa. Y, así, su obsesión por las mujeres que nunca tuvo le llevó a llamativas observaciones sobre la hembra anglosajona, cuya sexualidad se oculta tras un uniforme, pero capaz de "desabrocharte la bragueta en un taxi". Semejante ruina personal hace explicable que su forma de vivir-dirigir se redujera a "buscar en cada momento el lugar más idóneo para la cámara". Y no por ello, sino pese a ello, es uno de los más grandes.
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