_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Abaníqueme usted

Vicente Molina Foix

Extraño aparato el abanico. Tan antiguo o más que la rueda, sigue como la rueda girando en el vacío prácticamente inmutable desde la antigüedad. Confieso sentir desde mi más tierna edad una fijación por los abanicos, que, en mi ignorancia infantil, creí invento de las matronas del sur de una España aún franquista, sólo aliviadas del sol del verano y el negro penitente de sus vestidos por ese ramillete de varillas de fina madera entelada que sin parar agitaban delante de sus mejillas. Luego uno se hace mayor y viaja, y descubre que el abanico ya era inherente a Cleopatra, por no hablar del Japón y la China, donde este artilugio posee un perfil cultural equiparable al del quimono y la Gran Muralla. Recuerdo como un choque traumático ver a los trece años, en el cine-club del colegio, una película japonesa de samuráis que, al acabar la matanza de las catanas, se tomaban un té con abanico corto, moviéndolo con un juego de muñecas no menos grácil que el de las señoras alicantinas. Fue mi primer contacto con los deslizantes conceptos de lo masculino y lo femenino, y una anticipación del unisex.

He pensado mucho en el abanico estos días por culpa del Papa y la zarzuela. Tengo un gran respeto por la segunda, género musical que algunos tildan de sub pero a mí me ha dado como melómano momentos de placer inolvidables. Y hay que hacerle justicia: no todas las zarzuelas son piconeras ni tienen manolas con mantón bailando el pasodoble. El género es tan variado y rico como el de la ópera, y sus diferencias cualitativas se liman en verano, cuando los públicos de ambos espectáculos quedan demóticamente igualados por el abanico. Vi un domingo por la tarde, a fines de junio, el extraordinario montaje de Diálogos de carmelitas en el Real, y como el aire está condicionado en los teatros líricos a la voz de los cantantes, el sistema refrigerador se apaga al empezar la función, por lo que al cabo de media hora, el público suda. Y ahí aparece la acendrada costumbre femenina de abanicarse.

Hace unos días fui a la Zarzuela, donde se ha estrenado con mucho éxito el programa doble La boda y El baile de Luis Alonso. Ídem de ídem. Corte del aire, sofoco, abanicos. Las señoras que -muchísimo más que los señores- los usan en los teatros no parecen conscientes, de tan acaloradas como están, supongo, del ruido infernal que ese artefacto hace, no tanto, el muy inocente, por sí mismo al rasgar el aire del coliseo, como por la muñeca que lo sacude. Las damas del Real y la Zarzuela van a la función de tiros largos y enjoyadas y al cabo de un rato, cuando aprieta el calor, hay en el patio de butacas una sinfonía discordante de dijes y colgantes de pulsera ante la que Poulenc, el maestro Giménez y hasta el Wagner más estruendoso se quedan apagados.

El Papa en Valencia. También allí hacía calor, y tanto en la catedral como al aire libre se veía el ondear de abanicos, repartidos entre todos los sexos y estamentos: la reina Sofía, las infantas, los dignatarios, los hombres y mujeres de la calle, los prelados, éstos improvisando abanico con el programa de mano o el misal, lo que hacía tal vez más llamativo su gesto. Y así como de niño fue otro trauma descubrir que los padres jesuitas llevaban pantalones debajo de la sotana, ver a un obispo abanicarse en medio de una liturgia me resulta indecoroso, por mucho que la historia nos diga que el flabellum, un disco de metal montado en una vara larga, ya se usaba para airear a los clérigos en las ceremonias medievales, aunque los encargados de moverlas decían que era "pro muscis fugandis", es decir, para ahuyentar a las moscas.

El abanico es oriental en su origen (qué bonita palabra, "paipay"), y tiene algo etéreo y pictórico, pero España le ha dado sudor y carne. No me quito de la cabeza (la estela del abanico en mi psique) otra imagen de infancia: mujeres sentadas al anochecer a la puerta de sus casas. Sin dejar de balancearse en sus mecedoras, se levantan las faldas, y con el abanico le dan un refresco al mundo incandescente de sus bajos.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_