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Escalada militar en Oriente Próximo

Hezbolá lanza 80 cohetes contra Israel

Dos personas mueren en los ataques con Katiusha de las milicias chíies, que alcanzan Haifa

A 200 metros el zumbido de la explosión suena seco. El edificio donde cae el misil se incendia bajo una columna de humo espeso. La gente baja a los portales de los inmuebles, camino del refugio; quienes andan por las calles no saben adónde acudir; las líneas telefónicas se cortan al tiempo que los helicópteros sobrevuelan la zona. Por conocida que sea la experiencia, seguro que Pnina, Orly y Eli, vecinos de la desolada Nahariya, localidad del norte de Israel, donde ayer cayeron decenas de cohetes Katiusha, no pegan ojo. Dos de esos misiles lanzados por la milicia libanesa Hezbolá alcanzaron anoche Haifa, la tercera ciudad de Israel.

En el norte del Estado judío la milicia de Hezbolá lanzó ayer 80 cohetes Katiusha, causando la muerte de una mujer en Nahariya y de otra persona en Safed. Unas 50 personas resultaron heridas en los bombardeos. Los dos cohetes que alcanzaron Haifa impactaron cerca del centro de la ciudad de 250.000 habitantes. Aunque un portavoz de Hezbolá aseguró que la guerrilla no era responsable del ataque, el Gobierno israelí lo consideró una escalada muy grave en el conflicto.

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El contraste es apabullante. Los palestinos están demasiado acostumbrados a la muerte. Para los israelíes es insoportable que fallezca una persona bajo el fuego enemigo. En la franja de Gaza el Ejército israelí ha disparado en los últimos 18 días miles de proyectiles, y decenas de milicianos y transeúntes han perecido bajo los bombazos.

La gente silba en Gaza a los helicópteros Apache a plena luz del día y siguen haciendo su vida en calles repletas con la normalidad que le permite la caótica situación. A siete kilómetros de Líbano, la ciudad balneario de Nahariya, de 43.000 habitantes, que supera los 60.000 en periodo estival, es ahora un desierto. Veinte de los misiles se desplomaron sobre esta población, diana predilecta de la guerrilla chií.

El tráfico es inexistente, más del 90% de los comercios y restaurantes han cerrado sus puertas, los hoteles están vacíos. El Ejecutivo de Ehud Olmert decretó el estado de emergencia en los 20 kilómetros lindantes con la frontera.

El miércoles, a los pocos minutos de conocerse el ataque de la guerrilla libanesa, miles de turistas comenzaron la huida. Ningún joven camina ahora por sus calles. Sólo algunas personas adultas transitaban la avenida principal de esta ciudad a la orilla del Mediterráneo. Las demás se protegen en los refugios. Ahí pasaron la noche. Se sienten seguros. Una sensación que nadie disfruta en Gaza.

"Yo no me voy. De ninguna manera. Nací aquí. Ayer [por el miércoles] se marcharon los turistas y hoy han comenzado a hacerlo los vecinos. Yo he vivido todos los lanzamientos de Katiushas en los últimos 25 años. No tengo miedo", afirma Pnina, de 56 años, descendiente de alemanes nacida en Nahariya. Sus hijas pelearon en la guerra de Líbano en los años ochenta y noventa. Una de ellas ha preferido escapar.

Los embotellamientos fueron enormes en las autopistas en dirección a las ciudades del sur del país. Pnina incluso compara su situación con la de sus compatriotas de Sderot, a escasos kilómetros de la franja de Gaza: "Allí tienen sirenas que les avisan del lanzamiento de cohetes Kassam. Aquí no las tenemos. Son un poco histéricos. Pero es que es una nueva experiencia para ellos". Y eso que el poder de destrucción de los Kassam palestinos nada tiene que ver con el potencial de los Katiushas.

A menos de 100 metros del café de Pnina, uno de los proyectiles de la milicia libanesa aterrizó sobre un edificio. El boquete en el suelo es profundo. Todos los cristales de los comercios y oficinas cercanos están destrozados. Un oriundo de Egipto que ha vivido más de medio siglo en la ciudad comenta: "Los árabes no son personas. A Siria y a la Organización para la Liberación de Palestina les gusta crearnos problemas. Sólo Hosni Mubarak, el presidente egipcio, es un caballero. Me alegro de que bombardeen Gaza. Hay buenas personas, pero muchos son fanáticos".

Los hay mucho menos extremistas que el originario de Egipto. Pero todos creen a pies juntillas el discurso oficial de sus dirigentes. Olmert está ante una prueba de fuego.

"Espero que nunca negocien con Hezbolá. Si acaso, con el Gobierno libanés. Estoy convencida de que Siria está implicada en el ataque", espeta Pnina con convicción. ¿Cree en el primer ministro?, se le pregunta. "Espero que actúen con contundencia. Veremos después de esta operación", contesta la dueña del pequeño café. Eli Meleg, responsable del servicio municipal de limpieza, no confía en absoluto en sus gobernantes. "Olmert y el ministro de Defensa, Amir Peretz, no proceden del Ejército. Son demasiado blandos. No como Ariel Sharon o Isaac Rabin, que sí sabían manejar estos problemas", dice sin saber, tal vez, que decenas de civiles han perecido en unas pocas horas al otro lado de la frontera.

A la entrada de un refugio sin luz, Orly, de 27 años, se sienta en una escalera. El calor unos metros más abajo, donde se protegen desde las siete de la mañana un matrimonio y cuatro chavales, es asfixiante. "La última vez que tuve que esconderme fue hace seis años", comenta Orly, que repite la tesis oficial: "No hay que negociar con los palestinos ni con Hezbolá". Es mediodía y los vecinos que quedan en la desolada Nahariya se disponen a pasar otra noche esperando los Katiushas. A las siete y media de la tarde, a punto de anochecer, tres cohetes vuelven a impactar en pleno centro de la ciudad.

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