Clase de Alexander Pushkin
La primera coreografía no tiene ningún interés, a pesar de la calidad demostrada de los intérpretes; busca meollo o trastienda, pero lo epidérmico le puede, y ese vestuario de una vulgaridad de saldo la remata en negativo, hace pensar en Fama venido a más. Sin embargo, la misma coreógrafa ofrece su otro rostro en la última pieza de la velada, que es una belleza.
En la segunda obra llama a la reflexión humorística ver a Mijail Nicolaievich hacer movimientos contra natura del dehors canónico en el que fue educado, construido. Misha es el último discípulo de Pushkin (el legendario maestro de Leningrado muerto en 1970) vivo y en activo. Su clase de varones era una forja y un templo, y fue mentor y escultor de Semionov (el príncipe por excelencia), Makarov (el más bello Espartaco), Soloviev (el pájaro azul que se suicidó en su dacha), de Panov, de Astánov, de Rudolf Nureyev: sufrió por todos ellos, los amó. Con su rudimentaria cámara de cine filmaba a sus pupilos y fragmentos de tres épocas de este divo, casi niño y adolescente, las pone ahora el inspirado coreógrafo Millepied (que es además un excelente bailarín del New York City Ballet) como evocación, que a la vez encoge y abre el corazón. Barishnikov hoy mira, se mira en la pantalla, gentil consigo mismo y con los pasos, aportando misura (lo que complementa y exalta la bravura, su recuerdo: otra escuela, otros tiempos) y respiración. Ahora baila casi siempre en adagio (elude el arabesque), pero no importa, la que es sin duda la formulación más difícil para el baile masculino, la más cerebral. Y es que M. B. haga lo que haga, representa un tiempo del ballet que ya no existe. Y ese puede ser el argumento de la pieza: el recuerdo, la huella en el cuerpo, la memoria en el músculo que se vuelve lectura, nuevo material, deseo proustiano de aprehensión imposible, lo que es esencialmente la danza. El uso muy racional del vídeo apoya la acción bailada. Esas imágenes duplicadas, la mesa en la playa (pensemos en Bergman o en El joven y la muerte, de Petit, que también bailó alguna vez), el oleaje invertido como el tiempo en el arte supremo de bailar, se hacen poesía. Hay muchas claves y mucha honesta poesía, valga la redundancia. Su arrojo, una lección; su concentración, un perfume magistral donde se reconoce el aura imperecedera de la estrella.
Hell's Kitchen Dance
Over/Come (2005). Coreografía: Aszure Barton. Música: Goel, Miller y otros. Vestuario: Wendy Winters. Years later (2006). Coreografía: Benjamin Millepied. Música: Glass, Satie y Monk. Vídeo: Olivier Simola. Luces: Leo Janks. Vestuario: Danna Berg. Come in (2006). A. Barton. Música: Vladimir Martínov. Teatro Español de Madrid. 13 de julio.
Huelga decir que este bailarín excepcional está en envidiable forma (nació en Riga, el 27 de enero de 1948, dicen que al mediodía), y en la tercera pieza, la de más fuste, se luce a fondo, todavía hoy se busca a sí mismo sobre la escena.
Sobre la música tan esencialmente rusa de Vladimir Martínov (Moscú, 1946) la coreógrafa Aszure Barton pone toda la energía en el desfogue romántico, consiguiendo emoción y empaque. Martinov (que adquirió notoriedad con su Réquiem y sus Estaciones Rusas en los años noventa) es un heredero de Arenski, y su violín contiene también los ecos tremolados de Chaikovski en Souvenir de Florencia, es decir: todo ausencias. La coreografía de Come in, es un tejido alrededor de la soledad del artista, la muerte elegida; la pantomima de la mano que toca el piano e inmediatamente las notas se disuelven en arena es elocuente, y eso se repite obsesivamente. La atmósfera sobrecoge y poco a poco se hace íntima, donde siempre nos queda el gesto de Misha, apenas esa media pirueta en balance que evoca el pasado, pero contiene una vibración eterna, pues la clase de Pushkin ha dejado de ser una locación real del pasado temporal, para convertirse en ese gran teatro del mundo que ahora Barishnikov ha traído al coliseo de la calle del príncipe, añejo el que más en Madrid, que contiene desde el 700 la memoria de la mejor danza.
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