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Columna
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El Papa, Zapatero y los santos fariseos

Con esa manía suya de rasgarse las vestiduras, por un quítame allá esas pajas, vigas en el ojo ajeno, a nuestros cristianos y ultramontanos fariseos no les debe quedar mucho dinero para renovar su guardarropa; eso explica tal vez su gris monotonía vestimentaria, someramente coloreada por esas corbatas, casi siempre monocromas, a menudo clónicas y siempre reflectantes, que los diputados del PP suelen lucir en el hemiciclo. La penúltima, o antepenúltima, rasgadura de hábitos, de los infatigables cruzados de la fe católica y la devoción popular ha venido a cuenta de la ausencia del presidente del Gobierno José Luis Rodríguez Zapatero en la misa de campaña oficiada por Su Santidad, Benedicto XVI en Valencia.

Para pasmo de creyentes, con latines recibió el agnóstico y añorado Tierno Galván al antecesor de Benedicto

Los designios divinos, inescrutables por antonomasia, deslucieron y enlutaron la visita pontificia y tal vez, la diplomacia vaticana que, portavoces aparte, es proverbial, decidió dejar para otro día más feliz las previstas censuras y las esperadas críticas al laicismo gubernamental, a la educación laica y a los matrimonios homosexuales, para desconsuelo y crujir de dientes de los ultrapapistas, más papistas que el Papa.

Llevaba mucho tiempo, sin escuchar admoniciones semejantes, desde aquellos años del bachillerato en los que, recién estrenada mi libertad vigilada, mi piadosa madre me interrogaba, los domingos y fiestas de guardar, sobre el color de la casulla del oficiante y por el texto del evangelio de la misa a la que se suponía que había asistido en la iglesia del colegio de la calle de Hortaleza, comparecencia obligatoria, pasaban lista, cuyo incumplimiento se castigaba cada lunes con penas de reclusión suplementarias, penalidades asumidas y aceptadas cuando la fuga se hacía imposible, o el justificante familiar falsificado era una chapuza.

La falta del presidente a misa, sin justificante alguno que le avale, ha sido piedra de escándalo farisaico, un guijarro más, un canto ya muy rodado, una china en el zapato de ZP que no se colgó esa mochila de peregrino, donde cabía, entre piadosa y profana parafernalia, un folleto sobre los milagros del gobierno de la Generalitat Valenciana.

Yo tampoco asistí a la solemne ceremonia, aunque hubiera podido soplarle a Zapatero el previsible color de la casulla pontificia en tales fastos. Mis conocimientos del rito católico se remontan a mis años de monaguillo, cuando la misa era en latín, esotérica y apabullante; el uso de las lenguas vernáculas y la actuación cara al público desdramatizaron y desacralizaron la representación, las misteriosas fórmulas, los gestos rituales y las discretas manipulaciones de los objetos sagrados, de espaldas a la audiencia, que ponían un toque de magia en la ancestral función se tradujeron en pedestre retórica, los misterios revelados y expuestos en lenguaje llano, sin trampa ni cartón, perdieron su aura: para hablar de asuntos que están más allá de la razón y no quieren saber nada de ella, los campanudos latines clericales suenan mejor, imponen más.

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Con latines recibió el agnóstico y añorado profesor Enrique Tierno Galván al viajero antecesor de Benedicto en su visita a Madrid, para pasmo de creyentes y asombro de descreídos. En latín y de rodillas respondía, yo monaguillo, a las frases del oficiante, esperando el minuto de oro de cualquier acólito, el repique floreado de campanillas que anuncia la consagración. Por regodearme y adornarme excesivamente en la suerte, y no por abusar del vino de misa y de las obleas, sin transmutar, en la sacristía, como proclamaron algunas lenguas maledicentes, un cura colérico y refractario a la música me expulsó del gremio, no sin indemnizarme antes con un par de hostias de su propia y nada edificante cosecha.

No soy rencoroso, ni chivato, por eso no le dije nada al entonces cardenal Joseph Ratzinger cuando coincidimos hace años en unos cursos de verano de El Escorial. Recuerdo, eso sí, que intenté agredirle en el comedor, bombardeándole con migas de pan, no por venganza, sino para observar las reacciones del santo varón ante tan injustificado y pueril ataque: ¿pondría la otra mejilla?

Me disuadieron por la fuerza, que no por la razón, mis compañeros de mesa y la amenazadora presencia de dos guardaespaldas, tamaño panzer con alzacuellos y el pelo a cepillo.

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