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Por una cooperación al desarrollo de calidad

Comenzaré este artículo con una pequeña anécdota personal. Hace unos años llamaron a nuestra organización desde una conocida emisora de radio, solicitándonos que fuéramos a hablar de un proyecto de apoyo a poblaciones indígenas con las que veníamos colaborando desde hacía algún tiempo. Era uno de esos espacios que sobre solidaridad y cooperación tienen a bien dedicar algunos medios de comunicación.

Antes de entrar en antena, mientras se sucedían los consejos comerciales, entablamos una conversación informal con el director del programa. Aunque, más bien, habría que decir que entablamos un monólogo, ya que era él quien hacía las preguntas y, sin solución de continuidad, las contestaba, como si realmente se tratara de nuestras respuestas. "....porque vosotros sois voluntarios, ¿verdad? Es que ahora muchas ONG tienen a gente contratada y se parecen cada vez más a los sindicatos, llenas de liberados. A mí eso me parece fatal, que se gaste el dinero en pagar los sueldos de la gente de aquí, mientras los otros pobres se mueren de hambre".

Existe en Euskadi un tejido asociativo de cooperación al desarrollo francamente dinámico y de calidad

El fin de la publicidad y la entrada al "aire" redujo la respuesta de mi compañera y la mía -dos personas contratadas a tiempo completo- a un incipiente balbuceo que, espero, nunca llegara a transmitirse por las ondas.

Esta anécdota viene al hilo del debate que en estas fechas se está produciendo en el Parlamento vasco sobre el proyecto de ley vasca de Cooperación al Desarrollo. O más bien, al hilo del debate que se debería estar produciendo, porque el trámite de la misma está atascado en la ponencia parlamentaria y, a pesar de las reiteradas promesas de que tendríamos ley de Cooperación antes del verano, ha expirado el periodo de sesiones sin que haya transcendido la celebración de reunión alguna de la ponencia que ha de devolver un texto consensuado a la Comisión de Derechos Humanos, donde se manejan estos asuntos en nuestro Legislativo. Si hemos esperado veinte años, ¿por qué no vamos a poder esperar al otoño próximo?

Pero esta no es la cuestión. La cuestión es si detrás de esta demora no late un convencimiento similar al que animaba al jovial locutor: esto de la cooperación al desarrollo es para gente voluntariosa -jóvenes en general- que tiene tiempo libre para dedicarse a las buenas causas. Ojo, no se trata aquí de desmerecer -sino todo lo contrario- el entusiasmo y la militancia internacionalista voluntaria de tanta gente, que constituyen probablemente lo mejor de nuestras organizaciones. Se trata de que, de una vez por todas, nuestros representantes se tomen el tema de la cooperación con la seriedad que requiere y merece.

¿Por qué es importante una ley de cooperación? Las instituciones vascas llevan unos veinte años dedicando fondos para el desarrollo de los países pobres. En ese tiempo, la cuantía de estos fondos ha crecido de manera importante. Hoy, de forma aproximada, son unos 54 millones de euros los que aparecen destinados a este fin en los presupuestos de las diferentes administraciones vascas (Gobierno vasco, diputaciones, ayuntamientos).

A pesar de lo abultada que puede parecer la cifra, salvo algunas excepciones, no es norma que las instituciones lleguen a dar el 0,7% de sus presupuestos (el Gobierno basco anda en el vecindario del 0,4%). Y como país, computando generosamente las aportaciones que se hacen al Estado por la vía del cupo, andaríamos en los decimales bajos del 0,3% respecto a nuestro PIB. Vamos, que estamos a menos de la mitad de camino de lo que recomienda Naciones Unidas.

Además de los recursos económicos, existe en Euskadi un tejido asociativo de cooperación al desarrollo francamente dinámico, nacido en buena medida de los movimientos solidarios con Centroamérica nacidos durante los años ochenta y de las diferentes organizaciones de matriz eclesial.

Muchos de los fondos mencionados anteriormente se vehiculan a través de estas organizaciones. La Coordinadora de ONGD de Euskadi reúne en su seno a más de setenta entidades, que realizan un trabajo impresionante, no sólo de apoyo a proyectos de desarrollo en África, Asia y América Latina, sino también con una fuerte presencia de sensibilización y educación para la solidaridad en nuestro entorno.

Y tanto los recursos económicos que destinan nuestras instituciones como la trama organizacional enraizada en nuestra sociedad no son sino reflejo de un sentir que -con mayor o menor profundidad- ha ido calando en sectores de nuestra sociedad: que tenemos una obligación ética de solidaridad y/o de restitución hacia los países empobrecidos, que emana del hecho de vivir en un rincón de prosperidad del planeta. Prosperidad que, en el mejor de los casos, convive en medio de un océano de privaciones humanas y, en el peor, se asienta sobre ellas.

Tal y como señalaba recientemente Félix Ovejero en las páginas de este diario, "es tarea de la política (...) dar forma institucional a la voluntad colectiva de establecer reglas que nos hagan más sencillo hacer lo que debemos hacer" (EL PAÍS, 23-6-06). Podemos decir que la ley vasca de cooperación sería tal expresión institucional.

¿Cómo nos posibilitaría la ley hacer de manera más sencilla "lo que tenemos que hacer"? He aquí algunas sugerencias que las ONGD no hemos dejado de reclamar a cuantos nos han querido oír. En primer lugar, estableciendo un compromiso político rotundo de avanzar hacia la meta de destinar un 0,7% del PIB para la solidaridad internacional, empezando por establecer un calendario para alcanzar dicha cifra en los presupuestos de las instituciones, al estilo de lo que han ido haciendo los donantes más comprometidos.

En segundo lugar, expresar la voluntad de -a través de los desarrollos legislativos posteriores que sean necesarios- dotar de recursos humanos y materiales a quienes desde la propia Administración pública gestionan los fondos de ayuda al desarrollo. No puede descansar la gestión de esas cantidades de dinero en personal que rota cada pocos años, que no está especializado en los temas, o que está de paso, disfrutando una beca de formación. En tercer lugar, estableciendo los mecanismos para que las distintas administraciones que hacen cooperación se encuentren y se coordinen para no acabar haciendo lo mismo, con la misma gente y en los mismos lugares, en detrimento de la eficacia.

En cuarto lugar, estableciendo los cauces para que las políticas de cooperación al desarrollo sean debatidas públicamente y con criterio, y no acaben siendo sólo un apéndice de "interés humano", entre la sección de deportes y la del tiempo en los informativos.

En definitiva, esta ley debe ser el punto de partida para repensar entre todos los involucrados qué cooperación al desarrollo queremos en Euskadi. Después de veinte años, nos llega el momento de dar un salto hacia delante para no quedarnos a la zaga. Permanecer donde estamos, no aprovechar esta coyuntura para avanzar, sería condenar el impulso solidario e internacionalista que late en nuestra sociedad a ir marchitándose en la irrelevancia institucional.

Miguel González Martín es miembro de la ONG Alboan.

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