Teléfonos móviles
En Sevilla se celebra estos días un juicio, casi invisible, repetición de otro de 1999, después de que para el Tribunal Constitucional no valieran las escuchas telefónicas de la policía que fundamentaron las condenas de entonces. Los hechos juzgados ocurrieron hace poco menos de 15 años, en 1992, el año de las guerras en Yugoslavia, la desmembración pacífica de Checoslovaquia, los tratados de Maastricht, el Oscar a El silencio de los corderos, las Olimpiadas de Barcelona, la Exposición Universal de Sevilla, el AVE, las nuevas carreteras andaluzas. Por la adjudicación del tramo Salinas-Las Pedrizas se supone que se pagaron en 1992 comisiones millonarias en pesetas, o así lo declaró uno de los acusados, muerto en 1998.
Precisamente en 1992 los teléfonos móviles empezaron a verse como un signo de distinción, el adelanto de una moda, y las interceptaciones electrónicas abrieron un espléndido campo al espionaje y la investigación policiaca. Se impuso entonces un exhibicionismo del móvil, herramienta de los más felices, que también eran los más ocupados: por teléfono remataban en público negocios, abroncaban a subalternos incompetentes, celebraban a voces un vino en el restaurante. Ahora, quince años después, oigo en el autobús conversaciones laborales, culinarias, resentidas, aburridas, amorosas, alegres, de una banalidad brutal. Ayer oí una solicitud de riego de plantas: el regador regaría con el móvil en la oreja, para así obedecer bien las instrucciones del solicitante. Hoy el móvil es una vulgaridad y la distinción consiste en disponer de cinco o seis teléfonos móviles seguros, inexpugnables para los espías.
Existe una literatura de las escuchas telefónicas. El primer gran ejemplo que conozco es un poema del americano Edgar Lee Master, que, hacia 1920, imaginaba palabras de enterrados en el cementerio de un pueblo imaginario, Spoon River: la telefonista Edith Bell confesaba saber todos los secretos de sus vecinos, quién despreciaba o amaba, intrigaba, mentía, ganaba dinero o perdía la partida. "El mandamiento de no juzgar ha desaparecido con el teléfono", decía la telefonista curiosa, especialista en pinchar cables y clavijas. La mejor literatura actual del teléfono intervenido la encuentro en los periódicos italianos, que publican páginas enteras de conversaciones grabadas policialmente: palabras de financieros, promotores inmobiliarios, directivos del fútbol, con su corte y sus seres queridos, su jerga y su ambiente moral. Es la versión contemporánea del realismo de Balzac y Proust, un nuevo género literario-periodístico.
Así uno puede conocer, por ejemplo, los enigmas futbolísticos de ciertos penaltis, goles anulados, tarjetas rojas, fueras de juego o interpretaciones interesadas de la moviola en televisión. La fiscalía ha mandado espiar los teléfonos de los jefes del fútbol italiano. Antonio Di Pietro, el fiscal que desbarató en 1992 el sistema político vigente entonces en Italia, el paraíso de las comisiones, ha avisado como profesional de la investigación que los teléfonos móviles registran una radiografía exacta de sus usuarios: captan cada movimiento y cada palabra. Son el fin del secreto y la intimidad.
Así que celebro la vigilancia del Tribunal Constitucional y de cualquier tribunal sobre la vigilancia telefónica. Aunque los delitos político-económicos sean especialmente desmoralizadores, los jueces deben amparar prioritariamente el derecho fundamental a la intimidad, por el bien de los ciudadanos que no delinquen. Los nuevos medios han disuelto la separación entre lo público y lo privado, pero la ley nos defiende todavía de intromisiones ilegítimas en nuestro teléfono. Uno espera que jueces y policías se atengan a la ley para interceptar y grabar llamadas. (Una sorpresa: las telecomunicaciones electrónicas son velocísimas, pero la justicia mantiene una lentitud desalentadora. Lo que hoy se juzga ocurrió hace cerca de quince años, o veinte, como en el caso del AVE, fallado semanas atrás. Así los acusados aguantan el acoso durante años, los hechos se descontextualizan, y la justicia, fuera de tiempo, pierde toda su fuerza moral.)
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