Su universo simbólico
La revolución haussmaniana con su política de grandes arterias y el primado de la velocidad tiene como frutos los interminables bulevares y las geométricas avenidas que dibujan la figura del nuevo París. Desde ella y juntamente con las estaciones del recién inaugurado ferrocarril -la del Norte en 1845 y la del Este en 1849- que, arquitectónicamente no son sino gigantescos pasajes, se produce un cambio de escala en la consideración del espacio público. Cambio al que no escapa el espíritu del comercio moderno, que los pasajes contribuyeron a popularizar, y que en el Segundo Imperio se encarna en los Grandes Almacenes -el Bon Marché, el Louvre, La Belle Jardinière-, factores todos ellos que ponen fin a la boga de los pasajes y a los que el puritanismo de la Restauración, que prohíbe el acceso a los mismos de las prostitutas y el esnobismo modernista del Segundo Imperio dan el golpe de gracia.
Ahora bien, agotada la fecundidad artística de los pasajes, éstos encuentran, de la mano de la literatura, una segunda vida, otro campo de acción en el universo simbólico. Los pasajes se convierten en materia literaria y las experiencias a que dan lugar en quienes por ellos transitan, se traducen en soporte de su categorización teórica, expresión de una alquimia existencial que el surrealismo empujó hasta sus últimas consecuencias, féretros de vidrio los llamó Breton. Todo lo cual hace de ellos la metáfora de una espacio-temporalidad, que los lleva, más allá de su estimulante cotidianidad, a la condición de objetos histórico-filosóficos. En los relatos de viajes, en las memorias, en las novelas, en los diarios íntimos, los pasajes tienen abundante presencia y en ocasiones son protagonistas principales. Zola en Thérèse Raquin y en Nana les asigna la función de reveladores de las más sombrías injusticias sociales frente a Montigny, por ejemplo, que en El Provinciano en París se identifica con el entusiasmo de Heine por el Pasaje de los panoramas y las posibilidades de disfrute que ofrece al paseante solitario o la fiesta de la luz que Ludwig Börne celebra, a propósito de La Galería de Orleans, en sus Cartas parisinas. Aunque, tal vez, sean Balzac y Aragon quienes abordan con el mismo entusiasmo y ambición la problemática de los pasajes. Balzac en sus Ilusiones perdidas centra su interés en las Galerías de Madera del Palacio Real que fueron avanzadilla pionera de los pasajes, una estructura simple de madera desnuda en la que sobre seis filas de postes se apoyaban las vigas sobre las que descansaba el armazón del tejado. La iluminación era ya cenital y la primera vidriera que aparece en 1793 instaló en Las Galerías, con sus cinco metros de altura, esa luz insólita y huidiza que fue con el tiempo una de sus señas distintivas.
Pero la aportación principal de estas Galerías no fue arquitectónica, sino urbana y social con la creación de un espacio privilegiado para la diversión y el comercio, para la cultura y lo que hoy llamamos información en el que se encuentran individuos de todas las clases sociales. Este abigarrado y en muchos aspectos turbio microcosmos fue lo que sedujo a Balzac para su exploración de la comedia humana. Pero quizás nadie como Benjamin, de cuya inteligente compañía he podido, gracias a esta columna, beneficiarme tanto, lo ha dicho con tan certera penetración. Para él, Balzac identifica Las Galerías con el territorio mitológico de la ciudad, con sus grandes banqueros y sus médicos célebres, sus empresarios insaciables, sus militares, sus abogados, sus mujeres galantes, pero sobre todo sus calles, esquinas y reductos, escenario en el que triunfan y del que son indisociables, alumbrando así una topografía mítica. Aragon comparte esta fascinación por Las Galerías, a las que dedica un primer texto en 1925 y una parte sustancial, 135 páginas, de su novela El campesino de París, en la que se adentra en el misterio de los pasajes, "ese exterior que es un interior". "Una flaqueza humana", escribe, "abre la puerta de lo ignoto y nos precipita en el reino de las sombras... Un paso en falso es una apertura al abismo, como en la turbiedad de estas Galerías, de estos pasajes, corredores fantasmáticos santuarios de un culto de lo efímero, de una religión de los placeres y las profesiones malditas, incomprensibles ayer, ignorados hoy y que nunca nadie verdaderamente conocerá".
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