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Columna
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Tocarla

Lo peor de ser eliminados en el mundial no es la cara de perplejidad que se les queda a los jugadores; ni el obligado reencuentro con la vida cotidiana, ya casi olvidada. Tampoco lo es el que se trate precisamente de Francia, ¡una vez más!; ni siquiera el retorno al secular pesimismo antropológico que tanto nos caracteriza. Lo peor, con mucho, son las interpretaciones del fracaso. Recuerdo que un experimentado comentarista de televisión, tras aconsejar casi todo el partido que nosotros (no sé por qué se dice siempre "nosotros" si quienes juegan son ellos) debíamos tocarla y tocarla (según él lo único que sabemos hacer bien), pasó, tras el segundo gol de Francia, a decir que quizá la estábamos tocando demasiado y que el problema era que no había profundidad. En otra cadena, mientras tanto, se sugería abiertamente que la solución solo podría venir por las bandas (tocándola desde allí, quería decir), pero sorprendentemente, nada más salir Joaquín al campo, dio a entender que el problema no era ese, sino la ausencia de definición. A la selección le faltaba definición. La tocaba bien, ahora incluso por las bandas, pero no definía. Por supuesto hubo quien aconsejó cerrarse a la italiana tras el primer gol, y tocarla permanentemente en retaguardia, dejando a los franceses la responsabilidad de atacar, mientras otros optaban por seguir al ataque para cobrar más ventaja ante un eventual gol francés que, con toda seguridad, llegaría en cualquier momento.

La teoría del toque tenía su fundamento. Como Francia estaba cansada desde el principio, porque son ya muy mayores, la cosa era hacerles correr hasta agotarlos, tocando y tocando hasta su total extenuación. Pero resulta que los franceses no solo no se cansaban sino que parecían más frescos que una lechuga conforme avanzaba el encuentro. A la altura de los últimos minutos del primer tiempo estaba ya claro para casi todos que tocando no se iba a ningún sitio; de modo que como efectivamente no supimos hacer otra cosa, nos fuimos, tocándola, a casa.

Se podrá coincidir o no con la tesis central, pero por lo menos hasta aquí las interpretaciones, equivocadas o no, se movían en el terreno técnico. El problema es cuando llegaron los análisis políticos del desastre. En la COPE por ejemplo, uno de los tertulianos de Federico proclamó en voz alta, al día siguiente, la auténtica verdad de las cosas: cómo va a ganar España si esta ya no existe. Ya les había ocurrido antes a los jugadores montenegrinos. No se puede defender una patria que no era tal desde el domingo anterior. Para el sesudo periodista, quienes estaban realmente tocando (no diré el qué) eran los políticos periféricos. Aprobado el estatuto catalán y en marcha el "proceso" vasco, España no era ya más que una entelequia que no concita emoción alguna en los jugadores. Según esta tesis, cuando Marcelino metió aquel gol histórico a los rusos, en realidad no fue él quien lo hizo, sino el Occidente todo encarnado en su cabeza; un golpe definitivo y patriótico a los comunistas. Entonces tal vez no se tocaba mucho en el centro del campo, pero había definición en el área. Y había definición porque España todavía era España. No como ahora.

Pero la COPE no estaba sola en el empeño. Desde el otro extremo, los comentaristas de la televisión vasca (otros que tal bailan), hacían denodados esfuerzos por evitar el término selección nacional a toda costa. Sabido es que los esforzados corresponsales no pueden llamarle así, porque nación, lo que se dice nación, solo hay una: Euskadi, según su libro de estilo. Pero tampoco les está permitido llamarle selección española, porque juegan vascos en ella, y estos, como todo el mundo sabe, no son españoles. De modo que utilizan el término "seleccionado estatal", que es una definición cuasi administrativa, totalmente desprovista de alma. Y claro está ¿quién puede estar a favor de algo que se llama seleccionado estatal? No me digan que no son ganas de tocarla.

Sinceramente, yo creo que unos y otros exageran. Pero reconozco que me han hecho pensar. Tal vez algún día tengamos que admitir que el verdadero problema no está en si la tocamos bien o mal; demasiado, o demasiado poco, sino en que la tocamos, ay, sin saber muy bien para qué. A lo peor eso lo explica todo.

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