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Columna
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Nación sin selección

Acaso exista algún raro lector que siga esta columna, y acaso tal lector sea una persona perspicaz, de modo que ha detectado hace tiempo los estigmas que lastran la opinión del columnista, señaladamente su intolerancia, su ánimo excluyente, su fiebre identitaria, su incapacidad, en fin, para ensanchar el alma más allá de las boñigas del paisito. Hay espíritus avisados a los que, en efecto, uno jamás podrá engañar, y muy probablemente ese lector sagaz (quizás usted mismo que dialoga con los clásicos del Siglo de Oro y los filósofos del Siglo de las Luces) podría deducir que el columnista, puesto a elegir en el mercado de las afecciones simbólicas, y ahora que vivimos un enfebrecido campeonato mundial de fútbol, habría dado el dedo meñique de la mano izquierda por que Euskadi (o la magna Euskal Herria, en consigna que ya asumen hasta los prosélitos de Arana) contara con una selección deportiva.

Y sí, quizás el columnista pensó así durante un tiempo, un tiempo más bien lejano, cuando aún decíamos Euskadi, antes del golpe de Estado que nos llevó a Euskal Herria (aquellos remotos tiempos, si recuerdan, en que decir Euskal Herria era privativo de Manuel Fraga Iribarne). Pero ahora uno pasa de estas cosas: tanto de la denominación del paisito como de su selección. El columnista se ha quitado del fútbol y de la selección de Euskadi, aquel oscuro objeto del deseo en el que se confundían los intereses deportivos con las relaciones internacionales. Uno se quita de estas cosas por fatiga. Y eso al margen de que en ningún Estado siente tan mal como en el nuestro la pretensión de algunos regionatos de contar con selección particular. ¿De dónde venía tal demanda? Pues de la evidencia de que hoy día la visualización política pasa necesariamente por circuitos y estadios. Montar una red de embajadas es una tontería: nada como un equipo de fútbol para proyectar por todo el planeta a un país grande o pequeño. Ante semejante demanda, hasta los obispos ponen manos a la obra y prometen urdir un documento que hable del enorme bien moral que representa España y de la necesidad, en consecuencia, de definir nuevos pecados de urna o pensamiento.

Comprobando qué punto alcanzan las pasiones en el mundial de fútbol, cómo se pierden las formas, y después de ver dañados sus tímpanos a cuenta de padecer sin tregua aquello del "A por ellooooos, oé, a por ellooooos, oé", uno concluye que nada mejor que seguir como hasta ahora, huérfanos de selección, sin sudar la camiseta, asistiendo a los partidos desde la óptica neutral del comentario técnico. Porque sólo hay que pensar en qué podría convertirse este paisito si se viera envuelto en un mar de ikurriñas, con la muchachada radical ocupando las calles y la televisión emitiendo un aluvión de anuncios de Joseba Etxeberria o Xabi Alonso en los que nuestros héroes vendieran desodorantes, calzoncillos o tijeras de podar, eso por no hablar de la obligación de escuchar constantemente un "Jo ta keeeee, jo ta keeeee, irabazi arteeeee" que llegaría a profanar desde el sueño de nuestros más tiernos infantes hasta el sagrado silencio de los patrios cementerios.

Si, uno prefiere seguir cómodamente asentado en la presente orfandad y dejar las mieles del reconocimiento público a Ghana y a Costa Rica. Se está mejor así, sin selección. Euskadi no la tiene porque nunca logró formar un Estado-nación, del mismo modo que España nunca llega a los cuartos de final porque, como Estado-nación, es un desastre (Al contrario que Francia, por cierto, cuyo proyecto estatal ha sido un éxito). Eso por no hablar de la retórica que hace de nuestro Estado un brillante modelo, un fiel sostenedor de la ciudadanía democrática, un garante de los ideales ilustrados, un escudo que nos protege de las fuerzas reaccionarias. Imposible sostener esa leyenda si uno recuerda lo acontecido el otro día, en los prolegómenos del partido Francia-España, cuando hasta el príncipe Borbón tuvo que pedir disculpas en el palco por el abucheo con que las cerriles hordas celtibéricas, ebrias de goyesca brutalidad, recibieron los acordes de La Marsellesa. La verdadera ciudadanía no dudó entonces de cuál era su bando. Hay imágenes que derriban por sí solas varias décadas de retórica política y disfraz.

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