1940-1950, la década prodigiosa
EL PAÍS presenta mañana, sábado, por 8,95 euros, 'Historias de Filadelfia', una de las grandes comedias de Hollywood
Si hubiera que premiar una década en la historia del cine, la de los cuarenta agota la provisión de oscars. Cine para todos los públicos; es decir, todas las sensibilidades: la experiencia fundacional de Ciudadano Kane con un Welles anticipadamente falstafiano; la primera gran sonrisa sardónica en el negro thriller de Bogart, El Halcón Maltés (John Huston), que el actor repetía con estreñimiento amoroso en Casablanca (Michael Curtiz); obras presuntamente menores pero formidables como las épicas cabalgadas de Flynn, Murieron con las botas puestas (Raoul Walsh) y La carga de la Brigada Ligera (Curtiz); la gran época dorada de la comedia, La fiera de mi niña (Howard Hawks), y entre tantas otras Historias de Filadelfia, con la que precisamente nace esa década prodigiosa (1940), de George Cukor, del que es un tópico decir que fue un gran director de actrices, cuando todo lo dirigía igual de bien.
La II Guerra parece que creaba el contexto más adecuado para el fasto, el ingenio, la interpretación jovial y elaborada y en ese marco de desolación y festejo una pareja de imposible repetición: Katharine Hepburn y Cary Grant, a los que hay que añadir James Stewart para completar la primera gran trinidad del cine sonoro.
Hepburn, con toda la mise en scéne de una dama dentro y fuera de la pantalla, con un supremo acento inglés de Nueva Inglaterra, que es lo más parecido que ha fabricado Estados Unidos al deje aristocrático de la vieja isla británica, y la versión más natural posible de lo artificioso, hinchado de burbujas que reventaban como su interpretación al llegar a la superficie; Grant, con el punto de ambigüedad identitaria que fue siempre su marca registrada, demasiado americano también él para no parecer inglés. El cine de los teléfonos blancos en su versión más inexpugnable.
La película estaba basada en una obra de teatro de Philip Barry, que la propia Hepburn había estrenado en Broadway, y aunque los diálogos revelen que tanto ingenio tenía que ver con las tablas, Cukor, como más tarde definiría Alfred Hitchcock, no se limitaba a adaptar sino que reconstruía escenarios (El cine según Hitchcock, François Truffaut, Alianza). El Oscar recayó en dos Stewart, James, como mejor actor, que hizo su primer gran trabajo frente a esos dos insuperables Godzillas de la comedia, y Stewart, Donald Ogden, por el mejor guión, a lo que habrá que añadir que el productor era Joseph Leo Mankiewicz para completar la constelación de lo que era aquel Hollywood.
La película, comedia glamourosa como clasificación formal, es a la vez una intriga a su manera, un whodunit en el que se alternan las situaciones para que el espectador tenga que hacer como que se pregunta quién será el elegido de Katharine Hepburn; aunque en el fondo todo se reduzca a una broma porque, aparte de que el pretendiente oficial ha de quedar siempre descartado, con Cary Grant en el reparto no es difícil adivinar quien va a llevarse el gato al agua.
Hay épocas en que lo mejor que uno puede hacer es ir al cine. Esa década fue una de ellas.
Babelia
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