El tiempo artificial
Sentado bajo una de las acacias condenadas del paseo del Prado, donde últimamente acudía cada tarde como quien va a un andén o un puerto para una despedida, Juan Urbano leía el último libro de George Steiner, La idea de Europa, y su corazón de filósofo, acostumbrado a llevar las cosas de lo general a lo concreto y viceversa, se llenó de melancolía. Steiner hablaba, al comienzo de su obra, de la dimensión humana de las principales ciudades de nuestro continente, entre ellas Madrid; de su "paisaje caminable" y su "geografía hecha a la medida de los pies", como dice Mario Vargas Llosa en el prólogo; de sus calles con nombre de poeta y de sus plazas llenas de cafés en los que conversar sin prisas, escribir con pasión y perder el tiempo de la realidad en ganarlo para el espíritu. "Así es mi Madrid", se dijo Juan con un orgullo que ondeaba dentro de él como una bandera roja, y pensó que nada tenían que envidiar los cafés históricos en los que se habían reunido Valle-Inclán o Antonio Machado con sus colegas al café de Copenhague donde iba Kierkegaard, el de Odesa que frecuentaban Isaak Bábel y los personajes de sus novelas, el que visitaba en Viena, a diario, Sigmund Freud o aquel de Génova en el que Lenin y Trotski jugaban al ajedrez.
Pero Steiner también hablaba, un poco más adelante, del destino trágico de Europa; de la incapacidad de la cultura para detener el crimen; del modo en que el jardín alemán de Goethe es casi colindante con el campo de concentración de Buchenwald o la casa francesa de Corneille es contigua a la plaza en la que Juana de Arco fue ajusticiada. Juan Urbano pensó en la Casa de las Flores, donde vivía Pablo Neruda, y en cómo llegó un día en que su ilustre inquilino tuvo que acabar uno de sus poemas más célebres repitiendo una y otra vez, como hipnotizado por el horror de sus propias palabras: "¡Venid a ver la sangre por las calles, / venid a ver / la sangre por las calles, / venid a ver la sangre / por las calles!".
A Juan le llamó también la atención el alegato de Steiner contra la reconstrucción de las ciudades de Europa destruidas por los bombardeos de la II Guerra Mundial, y subrayó con tinta verde este párrafo: "Indudablemente, la restauración, milímetro a milímetro, de los antiguos barrios de Varsovia con arreglo a pinturas topográficas del siglo XVIII es un milagro de destreza y de deliberada remembranza. Así también se ha devuelto a Dresde, en buena medida, su antiguo esplendor, o se ha conseguido el renacimiento, a modo de facsímil, de muchas de las maravillas de Leningrado. Pero cuando caminamos entre estos sólidos espectros nos invade una sensación extraña, de enorme tristeza. En su misma corrección hay algo que no encaja. Como si, incluso, las perspectivas en profundidad no fueran más que una fachada. Es muy difícil expresar con palabras el ambiente, el aura que el tiempo auténtico, el tiempo como proceso vivido, concede al juego de la luz en la piedra, en los patios, en los tejados. En el artificio de lo reconstruido, la luz tiene sabor a neón".
Justo allí, en el paseo del Prado, Juan se preguntó si no era eso lo mismo que le hacían en Madrid, sólo que con excavadoras en lugar de tanques. ¿No era la suya, acaso, una ciudad mil veces tachada y reescrita, a la que las obras le robaban, poco a poco, su "tiempo auténtico", ese emocionante "tiempo vivido" del que habla Steiner?
Sentado bajo su acacia sentenciada, cerró los ojos y tuvo un estremecimiento al sentir deslizarse por su espina dorsal la palabra "artificio". Qué certeza oscura, darse cuenta de que el noventa por ciento de las palabras con que Steiner definía los efectos de una guerra podían encajar en una definición sobre lo que sucede en nuestro Madrid en paz, según le van haciendo perder su memoria en nombre del futuro.
Juan se levantó y puso una mirada de adiós preventivo sobre los árboles maravillosos del paseo del Prado. Quién podía saber si cuando regresara a Madrid, tras las vacaciones, aún iban a estar allí. Cerró el libro y se fue, camino de su casa, lleno de angustia. Tal vez es que la nostalgia lo había atrapado, porque llegaba el momento de irse de la ciudad, y sentía que, entre unas cosas y otras, al volver era posible que la encontrase vacía, transformada, aún más, en un simple decorado, en una imitación o, en palabras de George Steiner, en un espectro. Repitió el nombre capicúa de su amor como si fuese un conjuro.
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