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Columna
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Melancolía

Josep Ramoneda

La selección española de fútbol ha caído una vez más víctima del estado que le es propio: la melancolía. Los intentos de utilizar la dimensión popular y bulliciosa -que no festiva- del fútbol para pregonar la renacionalización de España se han estrellado, una vez más, contra la dura realidad: la futbolística y la política. Como si cierto spleen se transmitiera de generación en generación, los futbolistas, jóvenes y mayores, han ido transmutando sus caras alegres y sus entusiastas carreras del primer partido en rostros cada vez más cariacontecidos y en una caminar cada vez más lento, que sólo podía conducir al retorno a casa.

El problema de la selección es que tiene menos poder de representación simbólica que el Madrid o el Barcelona, con lo cual el ruido que se organiza en torno a ella siempre es muy artificial. Los globos hinchados a golpe de pulmón se funden al primer pinchazo. La estructura del fútbol español es muy deudora de la dictadura. Fue durante el franquismo que el Madrid y el Barcelona se convirtieron en los dos monstruos que son como vía para canalizar frustraciones y entretener al personal. En torno a ellos creció el negocio futbolístico y gracias a la contradicción que los dos equipos representan la Liga de fútbol se fue convirtiendo en indispensable. Si, como decía Manolo Vázquez Montalbán, España es fundamentalmente la Guardia Civil y la Liga de fútbol, desde que la Guardia Civil ya no está en todas partes, bien se puede decir que ya sólo queda la Liga. El Estado de las autonomías ha alumbrado alguna competencia -llámese Valencia o Depor-. Pero son hechos efímeros, vinculados a circunstancias económicas muy particulares, sin perspectiva de romper el duopolio que el franquismo nos legó. O sea, el fútbol español está condenado a ser el Madrid y el Barça más algún equipo revelación fruto, por lo general, del pelotazo urbanístico de turno.

La selección sólo aporta melancolía. ¿De qué sienten añoranza, quizás sin saberlo, los futbolistas que se retiran tristes pero sin lágrimas? ¿De qué pérdida elaboran el duelo los aficionados que ya ni siquiera se cabrean porque saben por experiencia que el paso por el Mundial no puede acabar de otra manera? De la España que quizás pudo ser pero que nunca fue ni será. El fútbol es el espejo de la realidad social y política, de un país que felizmente ya no será nunca una unidad cerrada y homogénea y que ha de aprender a vivir en cierta ambigüedad permanente, que genera melancolía.

El problema de la ambigüedad es que provoca muchos malentendidos. Y la selección española es víctima de ellos, porque sus propios jugadores en el fondo no saben por quién juegan. La dialéctica Madrid-Barcelona que articula el espacio futbolístico funciona como metáfora del conflicto entre centro y cierta periferia que articula a España. Y al mismo tiempo es extremadamente engañosa, porque condena a los demás a pronunciarse en función de este eje, limitando la posibilidad de cada cual de escoger su particular juego de identidades. Pero esta dialéctica funciona, sobre ella se construyó el Estado de las autonomías y sobre ella se construyen las falsas verdades que permiten, bien que mal, seguir andando juntos.

Dice Pasqual Maragall que en Madrid se comete el error de confundir Cataluña con el nacionalismo catalán moderado. Y tiene razón, del mismo modo que en Madrid confunden a Cataluña con el Barça, a pesar de que en torno a un 40% de los catalanes, según las encuestas más fiables, no se identifican con este club. Pero es precisamente sobre estos malentendidos -que Maragall no ha podido o no ha sabido combatir- que España sigue funcionando. Y por eso hay tanta gente empeñada en no salir de ellos. El día en que España tenga una selección capaz de apuntar a grandes empresas futbolísticas, probablemente, Cataluña tenga la suya y Euskadi, también. O sea, que los más fanáticos voceros de la selección española son quizás los más interesados también en que siga la melancolía.

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