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Columna
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La visita del Papa

Una sencilla lápida de mármol en la Casa Vestuario, frente a la puerta de los apóstoles de la catedral de Valencia, recuerda la visita de Juan Pablo II en noviembre de 1982. La austeridad del testimonio se corresponde con el objeto de aquel viaje papal, promovido exclusivamente para transmitir su aliento y solidaridad a los damnificados de La Ribera por las inundaciones padecidas 20 días antes. No hubo ocasión de organizar grandes recepciones ni fastos, lo que tampoco mermó un ápice la presencia y proyección del Santo Padre, tanto más valorada por comparecer en esos momentos ante las atribuladas gentes. Algo sin duda tendría que ver en todo ello aquel arzobispo prudente y preclaro que fue Miguel Roca Cabanellas.

No es tal el caso de la programada visita de Su Santidad Benedicto XVI con motivo del Encuentro Mundial de las Familias que se celebrará en esta ciudad, cap i casal, los primeros días de julio. Llevamos -digo también por el vecindario que, nolens, volens, está involucrado- meses de preparación y trastornos viales en sintonía con la magnificencia y logística de los actos diseñados y multitudes convocadas. Un entusiasmo organizador y hasta un fastidio comprensible a tenor ambos de la singularidad del evento. Un Papa no viene todos los años y no habría de chocarnos que se tire la casa por la ventana.

Lo que nos choca es la concepción totalitaria con que se ha planteado el acontecimiento, soslayándose el hecho de que esta sociedad es plural en ideologías y creencias, no obstante admitir como mayoritaria y privilegiada a la confesión católica, aunque en un Estado aconfesional. Y eso resulta tan evidente como ese otro universo vecinal saturado de opciones cristianas, de cristianos impacientes e incluso grupos sacerdotales y familiares discrepantes con las fórmulas y decantaciones conservadoras del magisterio vigente de la Iglesia, por no hablar del vago e impredecible censo de agnósticos y ateos que pudiera alinearse tras la pancarta del "Jo no t'espere".

Es obvio que el Gobierno autonómico de Francisco Camps no ha sido respetuoso ni consecuente con esta pluralidad social y le ha importado un comino ser beligerante contra sus críticos. Ha dispuesto de las finanzas públicas y de la ciudad como si les perteneciesen en exclusiva, con una resolución y desdén propios de otros tiempos autocráticos. Sin embargo, a nuestro entender, ha cometido un error, o varios, al propiciar esta simbiosis entre Iglesia y partido. Por lo pronto, ha transformado este encuentro familiar católico y multitudinario, en el que debería primar la pastoral, en un gran mitin político partidario auspiciado por la Generalitat. Por más que Valencia se tiña de blanco y amarillo no deja de traslucirse el azul sobrevolado de gaviotas. Una imagen que nos retrotrae al nacional-catolicismo contra el que se rebela una parte, la más profética, de la mies indígena, además de cualquier demócrata.

De los dineros a gastar en este hito religioso y hasta histórico poco hay que decir por ahora, pues estamos ante un pozo sin fondo, habida cuenta de la monumentalidad de los escenarios y la voluntad de estirar el brazo todo cuanto haga falta, en palabras de la alcaldesa, Rita Barberá. Lo pueril de este aspecto es tratar de justificar el dispendio en razón del impacto mediático y el presunto efecto turístico que ha de provocar el tránsito y la palabra de Su Santidad desde lo alto de ese catafalco con microclima en el Jardín del Turia y un millón -¿o serán más?- de peregrinos protegidos o vigilados por miles de cámaras.

Para convertir Valencia en reina por un día del orbe católico, si es que de eso se trata en definitiva, hubiera bastado -en palabras de un creyente ducho en episodios eclesiales- darle papeles, y no digamos trabajo, a la humanidad de inmigrantes que mora bajo los puentes vecinos al magno encuentro familiar. Un ejercicio extraordinario de projimidad al tiempo que publicitario y evangélico. Eso sí, sin la espectacularidad y pompa con que se está preparando la visita del Papa, 24 años después de aquel otro que vino sin ruido a traer consuelo. Eran otras las circunstancias, incluso el Gobierno.

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