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Columna
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Miedo y asco en el centro

Uno de los objetivos principales de los mentores y constructores de la Gran Vía,orgullo del urbanismo madrileño de principios del siglo XX, fue acabar con los sombríos e infames callejones de Ceres, del Perro y de Tudescos, con sus cochambrosos edificios y fornicios, con los antros ínfimos, turbios garitos y lupanares insalubres frecuentados, escribe el cronista Pedro de Répide, por la briba. Briba es corrupción de Biblia en el sentido de "sabiduría astuta", entrecomilla el diccionario de doña María Moliner que apunta el éxito internacional del vocablo, hoy en desuso, asociado con la novela picaresca española, las palabras "bribe", mendrugo en francés, y "brike", limosna o cohecho en inglés, tienen su raíz en la fastuosa jerga de los pícaros y hampones que durante siglos camparon por sus desafueros en pleno cogollo de la urbe. De aquellas callejuelas angostas y siniestras sólo queda un tramo de la calle de Tudescos, pero, aunque renovados y con nuevas mañas, los usos bribiáticos permanecieron y permanecen anclados en esta malhadada y maltratada zona del centro madrileño.

Sobreviven a duras y terribles penas los últimos comercios tradicionales, galdosianos

Marraron en su plan de saneamiento los modernos urbanistas de antaño. Siguió albergando el barrio la mala vida y las peores costumbres, de puertas adentro durante el franquismo hipócrita y moralizante, y con todo al aire cuando empezaron a soplar los vientos nuevos de la democracia. Los siglos habituaron a los vecinos a vivir honradamente entre prostitutas y truhanes, amigos de lo ajeno y amigas de alquiler, que tradicionalmente procuraron pasar desapercibidos y causar las mínimas molestias a los residentes de la zona, que no se contaban ni entre los clientes, ni entre las víctimas de sus artes y oficios; las hetairas cazaban casi siempre a cubierto en ambiguos locales de esparcimiento, burdeles recalificados más tarde con piadosos eufemismos como clubes, "bares americanos" o de alterne, y luego como whiskerías, y los carteristas obraban entre los forasteros, nacionales o de importación que paseaban por la Gran Vía, mirando escaparates o deslumbrados por los audaces neones que ahora quiere erradicar un alcalde oscurantista y apagacirios.

Con la transición desembarcaron en esta trastienda de la Gran Vía nuevas y más descaradas especies, prostitutas exóticas, esclavas del hambre y de las mafias, y toxicómanos huidizos y desesperados. Desembarcaron y se encontraron, como un regalo del infierno, con una moderna y desarbolada plaza, edificada a finales de los años sesenta. A la plaza de Santa María Soledad Torres Acosta le sobran apellidos, pero lo que allí ocurre no tiene nombre, o tiene muchos y todos sórdidos. La plaza, situada entre las calles de Tudescos, Luna y Silva, ocupa los solares del caserón palaciego de los Condes de Sástago, que en sus últimos y destartalados años fue albergue y taller de artistas y pintores como los que realizaban las grandes y coloristas carteleras de los cines de la Gran Vía. La plaza de la santa madrileña, a la que le han endosado tan impropio patronazgo, está cerrada, porticada en uno de sus lados, y sus inhóspitos soportales resultaron desde el primer momento la mar de hospitalarios para la briba foránea, llegada de otras latitudes y muchas veces desde otros puntos de la misma ciudad, yonquis y vagabundos empujados, a veces literalmente por la policía, expulsados de otros refugios de aire libre como la plaza del Dos de Mayo, y más recientemente la de Tirso de Molina, enclaves que sin pretensión alguna por parte de los realojados, contribuyeron a degradar y desacreditar hasta que los últimos residentes de renta baja dieron paso a las inmobiliarias y éstas terminaron de "rehabilitar", compartimentar y maquillar las fachadas, para vender los pisos a un precio prohibitivo para los vecinos de siempre.

En la plaza maldita y sus alrededores, entre sangre, excrementos, lágrimas y vómitos, suciedad y pestilencia, entre locales clausurados con tablas y paneles, y solares tapiados y coronados con vidrios rotos, malviven los vecinos y sobreviven a duras y terribles penas los últimos comercios tradicionales, galdosianos, según las guías que últimamente no incluyen esta zona cero del crimen urbano en sus itinerarios. Cien veces quisieron, especuladores de diversas épocas, destruir sus edificios y rapiñar sus solares; no lo consiguieron por ley, y de una vez y ahora se posan al acecho como buitres, esperando que se destruyan por sí mismos, con algún picotazo ocasional para acelerar el derrumbe.

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