Agamenón y su porquero
Todo el mundo goza de presunción de inocencia y carece de impunidad, sea el presidente de la Junta de Andalucía, un sencillo periodista o un investigador privado. No hay recovecos, por mucho que se empeñe Luis Carlos Rejón, uno de los peores dirigentes políticos andaluces de los últimos años. Nadie puede estar al margen de la actuación de los tribunales. Los periodistas, que somos tan celosos de nuestra independencia, tenemos que aceptar como los primeros lo que hagan los tribunales cuando esté encausado un compañero. Podremos criticar la resolución si así nos lo parece y debemos recurrir las decisiones judiciales si las consideramos erróneas. Pero no podemos pedir impunidad. Es absurdo tener que recordar lo obvio, pero parece que en la causa del presidente de la Junta y del secretario de Organización del PSOE contra los periodistas de El Mundo Javier Caraballo y Francisco Rosell, entre otros, se reclama un desarrollo judicial diferente al de cualquier ciudadano. En España la legislación aplicable a la prensa es extremadamente benigna. Ni siquiera tenemos órganos de autorregulación fuertes y eficaces como en otros países, salvo la Comisión de Quejas y Deontología que sostiene la Federación de Asociaciones de la Prensa de España. Así que sin medios de autorregulación, con leyes muy amplias, con una jurisprudencia que castiga de manera reiterada la protección del honor de quienes se dedican a la política, debemos aceptar que los tribunales hagan su trabajo cuando nos afecta.
El caso del falso espionaje al ex presidente de la Caja San Fernando, con su vídeo incorporado (¿Pedro J. lo llamaría montaje?) es paradigmático. Un juzgado ya determinó que las pruebas habían sido manipuladas. Luego, dos políticos a los que se les hizo una falsa acusación, han iniciado una causa contra quienes publicaron que eran responsables de espionaje. No parece que nada de lo dicho sea un atentado a la libertad de expresión. Se pretende establecer la responsabilidad de quienes ejercemos el oficio del periodismo al haber publicado una acusación que se ha demostrado infundada. Tienen derecho quienes se sientan perjudicados a llevar su caso a los tribunales. Y, por supuesto, los periodistas a defenderse, aunque hubiera sido pertinente cuando se estableció la falsedad de lo publicado, ofrecer una rectificación y pedir excusas. Hasta el gran Dan Rather lo hizo en su momento. Cuando se publica algo así debe verificarse, si una vez hecho y publicado se demuestra la inexactitud, se rectifica y se piden excusas. Engrandece a la profesión aceptar los errores en vez de esconderse tras la bandera de la supuesta libertad en peligro.
La libertad de expresión no es un mar sin orillas. Tiene sus límites establecidos en la legislación. No podemos convertir este caso en la película Ausencia de malicia que cuando se publica la responsabilidad del protagonista se hace a toda plana y cuando se demuestra la falsedad se alega que ya no es noticia. Hay que saber aceptar las reglas del juego sin cubrirse bajo las grandes palabras. Quizá el Juzgado de Instrucción número 1 de Sevilla haya sido muy estricto en la fijación de las fianzas, pero no son 700.000 euros a cada periodista, sino de manera conjunta a cuatro encausados y con la empresa editora del periódico como garante solidaria. En cualquier caso, no es más que un incidente procesal recurrible y no un atentado a la libertad de expresión, que goza de muy buena salud en España. No existe en nuestro país ningún tipo de censura. No vale usar este proceso para ocultar un error, ofrecerse como mártir y tocar la corneta para que algún indecente se dedique al insulto reaccionario, sea catedrático o político más o menos en activo. Como ha escrito Kapuscinski, para ejercer el periodismo hace falta ser buena persona, porque esta profesión vive del contacto con los demás. Bajo la expresión periodista de raza, como ha escrito Rodolfo Serrano, se esconde la mayoría de las veces la iniquidad.
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