2-1 a favor del mundo unido
Interpretación política del campeonato de fútbol que se celebra en Alemania
Quiero que Inglaterra gane la Copa del Mundo. Y si Inglaterra queda eliminada, confío en que gane Francia. El viejo dulce enemigo de Inglaterra necesita una dosis de ánimo en estos tiempos, y me encantaría que el equipo de Zizou Zidane, prácticamente sin ninguna cara blanca entre ellos, ayudara a transformar la actitud de los franceses hacia la gente de color. Si eliminan tanto a Inglaterra como a Francia, apoyaré a Brasil o Argentina, porque juegan con gran belleza este deporte tan bello. El que más me habría gustado que obtuviera el premio, Costa de Marfil, un país pobre y desgarrado por la guerra, ya se ha quedado fuera.
¿Qué efectos políticos tiene el fútbol? ¿Agita el nacionalismo y la xenofobia beligerantes o contribuye al entendimiento internacional y la paz en el mundo? Un poco de las dos cosas, claro está; pero, en conjunto, las repercusiones son positivas.
Las escaramuzas recientes entre hinchas polacos y alemanes no han favorecido precisamente las relaciones políticas entre un lado y otro de la línea Oder-Neisse
Cuando llegue la final, el 9 de julio, gran parte de la humanidad estará sentada delante del televisor apostando por un país que no es el suyo
Facilita este tipo de travestismo internacional el hecho de ver a tantos jugadores en equipos importantes de otros países
Alivio por perder
Todo el mundo conoce los inconvenientes. Está, por ejemplo, el caso de la guerra del fútbol entre Honduras y El Salvador, desatada por unos partidos de clasificación para el Mundial en 1969. En el magnífico relato que hizo como testigo de primera mano, Ryszard Kapuscinski contaba que los jugadores de la selección hondureña, después de no haber dormido en toda la noche por la avalancha de huevos podridos, ratas muertas y trapos malolientes que les habían lanzado a través de las ventanas rotas de su hotel, se trasladaron al estadio en coches blindados. "En aquellas condiciones, era lógico que los jugadores de Tegucigalpa no tuvieran la cabeza puesta en el partido. Lo que les preocupaba era poder salir con vida. 'Fue una suerte increíble que perdiéramos', dijo con alivio el entrenador visitante, Mario Griffin".
Existen pruebas sobre la vinculación entre algunos hinchas organizados y el extremismo xenófobo de ultraderecha. Las escaramuzas recientes entre hinchas polacos y alemanes no han favorecido precisamente las relaciones políticas entre un lado y otro de la línea Oder-Neisse. Se encuentran ejemplos escandalosos de racismo en los estadios de toda Europa. A principios de este año, cuando los aficionados de la ciudad de Halle, en el este de Alemania, gritaron "sucio negro" y "mono" al centrocampista nigeriano del Leipzig Adebowale Ogungbure, él reaccionó de forma muy apropiada, con un saludo hitleriano. Lo ridículo es que el fiscal del Estado inició un procedimiento contra él por "conducta inconstitucional", aunque enseguida se desestimaron los cargos. En 2004, unos aficionados españoles gritaron "mono" al defensa inglés Ashley Cole. Los tigres de Arkan, los asesinos paramilitares serbios, fueron reclutados, en parte, entre los seguidores del Estrella Roja de Belgrado.
El fútbol es tribal. Las tribus más pequeñas son los clubes; las más grandes, los países. En la Copa del Mundo somos testigos de una orgía mundial de sentimientos nacionales de tribu. Pero el sentimiento nacional no quiere decir forzosamente nacionalismo, con sus connotaciones negativas de animadversión y desprecio. Puede ser patriotismo, es decir, que uno quiere a su país sin odiar a los demás. Así es como yo interpreto la explosión actual de banderas y gente que canta espontáneamente su himno nacional en Alemania. Es patriotismo, no nacionalismo.
El deporte de hoy, tan organizado, no sólo encauza las emociones tribales y nacionales por caminos relativamente pacíficos con límites claros, normas respetadas (al menos en el campo) y apretones de mano al empezar y al terminar. Además trastoca discretamente esas emociones. En el primer partido de Polonia, contra Ecuador, hubo un momento en el que la muchedumbre de polacos ofreció una maravillosa versión a todo volumen del himno nacional polaco, el segundo más hermoso de Europa, después de La Marsellesa. "¡Polonia no está perdida", rugieron, "mientras nosotros vivamos!". En respuesta, Ecuador marcó un gol. Uno puede tener el mejor espíritu nacional del mundo, pero, si el otro equipo juega mejor al fútbol, ganará.
Y cuando eliminan a su selección nacional, ¿qué hace uno? ¿Sentarse en casa, ahogar sus penas en vodka, cerveza o ron? No, decide apoyar a otra selección. No con el mismo fervor, claro, pero aun así... Cuando llegue la final, el 9 de julio, gran parte de la humanidad estará sentada delante del televisor apostando por un país que no es el suyo.
Muchas veces, sobre todo en Europa, hay algo de humor en el hecho de que la gente apoye a su país y ataque sin piedad a otros, o al contrario. Acabo de ir a comprar un sándwich a la tienda de mi barrio en Oxford y me he encontrado con un grupo de adolescentes que llevaban enormes sombreros de aficionados decorados con la cruz roja y blanca de San Jorge. Hablaban inglés con diversos acentos extranjeros. "¿De dónde sois?", le pregunté a uno de ellos. "Soy de Barcelona". "¿Y apoyas a Inglaterra?". Sonrió y se puso la mano en el corazón: "¡Mi corazón es inglés!". "¡Oh", exclamó la señora de la tienda, una inglesa muy típica, "qué enternecedor!".
Facilita este tipo de travestismo internacional el hecho de ver a tantos jugadores en equipos importantes de otros países: el delantero francés Thierry Henry en el Arsenal, el capitán inglés David Beckham en el Real Madrid, etcétera. De modo que los instintos tribales de club y nacionales se entrecruzan. Cualquier seguidor del Arsenal, hasta el más nacionalista, siente en algún oscuro recoveco de su corazón que Henry es nuestro, y que eso de que juegue contra nosotros es temporal. Existe algún rincón de un campo español que será eternamente de Beckham. Éste es un éxito de la UE del que se habla poco. En 1995, el fallo del Tribunal Europeo de Justicia en el llamado caso Bosman -por el futbolista belga Jean-Marc Bosman- estableció que los jugadores debían tener libertad para pasar de unos clubes europeos a otros, de acuerdo con las disposiciones del mercado único sobre la libre circulación de servicios. Cuatro años más tarde, el Chelsea tenía un equipo en el que no había ni un solo jugador nacido en Gran Bretaña.
Chicos de barriadas
El resultado es una lección permanente del fútbol europeo sobre identidades múltiples y transferibles, una lección mucho más eficaz que cualquier clase de educación cívica o cualquier discurso de político. Además de un poderoso argumento contra el racismo. Los racistas afirman que las personas de distintos orígenes y colores de piel son inferiores. Cada gol de Henry, cada efecto de Zidane, cada despeje inspirado de Sol Campbell demuestran que no es así. Que intenten superar ese argumento los matones blancos. El ejemplo más llamativo es el de la selección nacional francesa. Las máximas instancias de la política, la empresa y los medios franceses están dominadas por individuos elegantes, en su mayoría blancos, que proceden de las más selectas instituciones educativas del país; ahora bien, para jugar al fútbol tienen que acudir a los chicos de las barriadas. Cada victoria del equipo francés en el Mundial es una derrota para el nacionalismo xenófobo de Jean-Marie Le Pen.
El fútbol es el deporte europeo por excelencia, pero también es, cada vez más, el deporte mundial. Si no me engañaron mis oídos, los seguidores de Corea del Sur animaron a su dinámica selección, en su empate con Francia, a los sones del Himno a la alegría de Beethoven. Una agradable tarde en la que visitaba la pagoda dorada de Shwedagon, en Rangún, se me acercó un joven monje birmano. "¡Aya Shiya!", dijo, sonriendo serenamente, "¡Aya Shiya!". ¿Qué bendición budista era aquella, me pregunté, qué muestra de la eterna sabiduría oriental? Hasta que comprendí: "¡Alan Shearer!", decía, el delantero del Newcastle y de Inglaterra, que es casi un dios para los monjes birmanos apasionados del fútbol. Existen pocos lugares en el mundo actual en el que no sea posible romper el hielo con alguien totalmente desconocido hablando del Manchester United o de David Beckham. La fama también es una forma de internacionalismo.
Al final, el fútbol nos une más de lo que nos separa. A la rivalidad -muchas veces sangrienta- que enfrentó en el siglo XIX a la Rusia imperial y la Gran Bretaña imperial en las montañas de Asia central se le dio el nombre de "el gran juego". El gran juego de nuestros días es el que se desarrolla en Irak y a propósito de Irán. Es mejor el juego más hermoso.
Traducción de M. L. Rodríguez Tapia.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.