Seres acosados por la muerte
John Keats (1795-1821), el más precoz de los poetas ingleses, uno de los más honrados que hayan existido nunca, el estudiante de medicina que decidió dedicar su vida a la poesía, murió a la intolerable edad de 26 años, en la ciudad de Roma, a la que había acudido por prescripción médica para intentar salvarse de una muerte segura (la tuberculosis no tenía curación). Este joven, a esa edad, había publicado tres libros -Poemas (1917), Endimión (1918) y Lamia, Isabella, La víspera de Santa Inés y otros poemas (1920)- y había recibido los correspondientes palos de la crítica ignara y también los saludables elogios de la crítica inteligente (su último libro convenció a unos cuantos). Vendió muy pocos ejemplares de todos ellos, pero nada consiguió quitarle de la cabeza que algún día pasaría a formar parte de los más elegidos de los poetas ingleses.
POEMAS
John Keats
Traducción de Antonio
Rivero Taravillo
La Veleta. Granada. 2006
169 páginas. 12,50 euros
La pregunta que queda en el aire es: ¿hubiera ido más lejos de haber vivido más? ¿Todo lo que tenía que decir lo dijo en la obra publicada y en la que se publicó póstumamente? No lo podemos saber pero nos vemos obligados a preguntárnoslo una y otra vez, habida cuenta de la brillantez y la ambición que revelan sus mejores poemas -especialmente las prodigiosas odas incluidas en su último libro-, escritos y publicados a tan temprana a edad. De esa pregunta y del silencio que la respalda surge una especie de melancolía peleona y tenaz que se aplaca cuando leemos lo que ahora se publica en traducción llena de méritos y por los cuales no alego algunas de mis discrepancias, casi siempre acalladas por la impecable nitidez y elegante maestría en las soluciones encontradas.
Keats tenía el don de la lengua poética de inspiración spenseriana y miltoniana convertida en la plataforma de una subjetividad intuitiva y poderosamente sensorial, además de una capacidad de entrar en el meollo de la existencia humana, sin la cual la poesía suele quedarse en flamantes y vanos fuegos de artificio. Sin esa capacidad, Keats sólo hubiera sido un primoroso encantador de serpientes; con esa capacidad se convierte en un poeta portentoso, capaz de hablarnos hoy de lo que somos y seremos siempre: seres precarios pero capaces de amar lo que existe, hombres abatidos y al mismo tiempo supremos soñadores, alados ruiseñores a los que la realidad tira por tierra, contempladores asombrados roídos por una temporalidad gusanera, fervientes hedonistas en cuyo placer anida la devastadora melancolía, hombres perplejos acosados por la muerte hasta saberse derrotados por ella (tema de La caida de Hiperión, desgraciadamente no recogido en esta excelente y más que recomendable antología).
Un aspecto llamativo de su poesía, especialmente si lo contrastamos con la de su predecesor Wordsworth -admirado y criticado a la vez-, es su rechazo a revelar con inmediatez autobiográfica el yo confesional y egotístico. Para combatir esa enfermedad, guiado por Hazlitt, acuñó la idea de la capacidad negativa: el poeta habla proyectándose en lo otro y en los otros, no es nadie y es todo el mundo, su sentimiento y su sabiduría -pues el poeta auténtico es un sabio que nos ayuda a vivir- se emboscan en sus invenciones y allí los percibimos como percibimos a las flores que nunca dicen: "Yo soy, mirad mi hermosura" (palabras de Keats en una carta). Percibimos la verdad y la belleza, y el conocimiento del hombre, y la sensibilidad prodigiosa, pero no percibimos un yo que nos satura con su autodeslumbrada egolatría. Percibimos poesía genuina, por siempre y para siempre.
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